Kepa Aulestia-El Correo

El informe elaborado en la Fiscalía General asegurando la legalidad de EH Bildu no es solo una opinión. Es un hecho incontrovertible. Aunque ni eso ni la constancia de que ETA desapareció hace cinco años puede impedir que se debata sobre las relaciones de los partidos con la izquierda abertzale en tanto que heredera de la banda, aunque sea más que eso a medida que pasa el tiempo. Sería deseable que la candidata al Ayuntamiento de Bilbao Isabel Díaz Ayuso evitara, en su visita de hoy a la Villa, insistir en los términos que empleó anteayer hasta afirmar que «ETA está viva». Afirmación que relajó ayer. Pero situando sus convicciones por encima de toda evidencia. Que es la línea divisoria entre la política democrática y el negacionismo, aunque dé votos.

Estos últimos días se han oído muchas voces señalando que a EH Bildu le queda un trecho ético por recorrer. Sugiriendo que la izquierda abertzale tiene un déficit, y esperando que llegue a cubrirlo. Sin embargo los de EH Bildu no creen que les falta camino alguno por completar en su evolución democrática. No hay más que revisar las intervenciones de sus diputadas y diputados en el Congreso para cerciorarse de que se sienten en condiciones de impartir lecciones de ética democrática y solidaria a todos los demás. La izquierda abertzale no condenará nunca el pasado etarra, ni admitirá que el daño causado fue injusto, ni mostrará su pesar porque surgiera la trama terrorista más que retóricamente. Nunca aceptará la versión de que ETA fue derrotada por la sociedad, el Estado de Derecho, o por el paso del tiempo. A lo sumo evitará reivindicar su pasado en aras a un futuro por escribir. El mensaje de fondo de los de Otegi es que esa es la única izquierda abertzale posible. Los demás no tienen otro remedio que aceptarla así o rechazarla de plano.

El miércoles, en el pleno parlamentario de control al Gobierno, el presidente Sánchez acompañó su reproche directo a la inclusión de condenados por terrorismo en las listas de EH Bildu con la expresión aún más directa de su deseo de seguir contando con el concurso de la izquierda abertzale para la gobernación del país. Sánchez sabe perfectamente que hay un consenso, una anuencia plena, que incluye a los de siempre y a los de ahora de la izquierda abertzale en su negativa a juzgar críticamente el pasado etarra. La suya es una política que, a estas alturas, sólo puede ser contestada políticamente.

También esta semana el presidente jeltzale Andoni Ortuzar manifestaba que la eventualidad de un acuerdo de gobierno entre EH Bildu y el PSE para Euskadi sería un pacto «antiPNV». La pulsión de sustituir al PNV como fuerza hegemónica está en el ADN de la izquierda abertzale. Pero en su ADN está también el péndulo heredado de ETA. Que cuando veía posible legitimarse negociando con Madrid, instruía a la izquierda abertzale para que dejara de lado a los jeltzales. Y cuando veía imposible la sintonía legitimadora con la Corte, corría a «sumar fuerzas» soberanistas con los jeltzales. El sanchismo tiene los días contados por la alternancia. Se agoten este mismo año o dentro de cuatro. La perpetuación de una mayoría progresista sería una quimera rayana en el sectarismo. El día que Sánchez salga de La Moncloa, Otegi o quien sea acudirá a Sabin Etxea.