No se trata de si la declaración Alsasua-Venecia muestra debilidad, o un voluntarismo cocinado con cartabón por expertos en conflictos, o de saber a qué urgencias internas responde. Lo fundamental es que coge a todos muy escépticos, muy desengañados, tras haber intentado tantas veces el final del terrorismo mediante la negociación.
La propuesta lanzada en estereo, así en Alsasua como en Venecia, por los nacionalistas vascos más radicales tiene como principal dificultad para que pueda avanzar el escepticismo con que es recibido cualquier mensaje proveniente de la banda terrorista, o de sus allegados, que no sea el de su automática e inmediata disolución.
Han sido tantas y tantas las ocasiones de acabar con el terror frustradas por los que han provocado esta siniestra y larga historia de muerte y dolor que los nacionalistas más radicales han agotado incluso a los más posibilistas. Hoy, la única noticia que esperamos es que la banda terrorista ETA anuncie su disolución, renuncie a la muerte ajena y acepte jugar en la vida política como un elemento más, sin el añadido y ventajista argumento totalitario de asesinar a quienes no piensen como ellos.
Fue hace cinco años cuando una propuesta semejante, lanzada en Anoeta por el hoy encarcelado Arnaldo Otegi, sirvió para abrir un hueco a la esperanza del final del terrorismo. Entonces, con todo el voluntarismo y con la mejor de las intenciones, asumiendo costes y riesgos, muchas voluntades se pusieron manos a la obra, pero el brutal asesinato de los humildes trabajadores ecuatorianos Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio en la T-4 de Barajas, el 30 de diciembre de 2006, reventó de manera estruendosa todas esas esperanzas. Una vez más, pero en este caso con el doloso agravante de reincidencia, la razonada ilusión de paz en Euskadi fue clausurada precisamente por quienes son los únicos culpables de que hoy exista en Europa ese anacronismo que es una organización terrorista que asesina.
De manera que la muy pomposamente denominada propuesta de los nacionalistas más radicales nace tocada del ala, no entusiasma, no resulta creíble por toda esa historia previa. Una historia que nos dice que cada vez que se ha podido acabar con el terrorismo, así en Argel como en Suiza, así con Felipe González como con Aznar, y, sobre todo, con Zapatero, ha sido la propia banda la que ha demostrado su genética inmadurez para asumir que tiene que dejar de matar. Los nacionalistas vascos más radicales han demostrado durante años y hasta el aburrimiento su incapacidad para aceptar compromisos, para incorporar a su agenda la frustración que tiene todo partido democrático: no poder imponer a los demás su programa máximo.
Ha sido la última ocasión de cerrar esta historia de sangre, durante el primer mandato de José Luís Rodríguez Zapatero, la que quizás ha provocado más frustración, también entre las gentes del mundo de los nacionalistas radicales. Posiblemente fue el anterior proceso el que estuvo más cerca del final y se frustró, como los otros, por culpa de los que hasta ahora no han demostrado que sepan hacer política sin matar.
Hay en la oferta de los batasunos una serie de lugares comunes, mezclados con propuestas que huelen a copia mimética de otros países en los que desde luego no existen las circunstancias que definen al nuestro.
No se trata de si esta declaración Alsasua-Venecia anuncia un síntoma de debilidad, representa un afán por presentarse como buenos por parte de los que no lo son, o es otra muestra más de voluntarismo cocinado con cartabón por expertos en conflictos en otros países. No se trata de saber a qué urgencias internas responde, lo fundamental es que coge a todos muy escépticos, muy desengañados, muy cansados después de haber intentado tantas veces en ocasiones anteriores el final del terrorismo mediante la negociación. La única buena noticia, la única novedad desde luego relevante sería que los que han matado nos anunciaran de forma creíble que dejan de matar. Con esa decisión los violentos sí interpretarían cabalmente la voluntad de la inmensa mayoría de los vascos.
José María Calleja, EL CORREO, 18/11/2009