José María Ruiz Soroa-El Correo
- En la UE no existe, por la compleja arquitectura de sus instituciones, un sistema de exigencia de responsabilidades políticas por las decisiones que se toman
La Unión Europea como sistema de gobierno mantiene una relación con la democracia que es cuando menos paradójica. Si por un lado es la garante de que las reglas del Estado de Derecho democrático liberal se observen y respeten en todos los Estados miembros, por otro sucede que como concreto sistema de toma de decisiones públicas vinculantes (como gobierno) no cumple con los requerimientos mínimos para ser considerado un gobierno democrático. En este sentido, se ha dicho muchas veces de una manera irónica, pero certera, que si un organismo institucional similar a la UE pidiera su ingreso en ella tal admisión sería denegada por incumplir el aspirante requisitos esenciales de todo gobierno democrático. Y es que el déficit de democracia en la Unión Europea es palmario si la miramos como sistema de toma de decisiones públicas.
En la Unión no existe un sistema de exigencia de responsabilidades políticas por las decisiones que se adoptan, algo consustancial a un sistema democrático. Lo que se debe, en parte, a la compleja arquitectura de sus instituciones de dirección (Comisión y Consejo), que no responden sino muy indirecta y lejanamente ante los representantes parlamentarios, mientras el Tribunal de la UE posee una capacidad de interpretación creativa del sistema que va más allá de lo que es la Justicia como poder de control.
En realidad, en Europa las decisiones se generan, tramitan y perfilan por una pléyade de ‘grupos de expertos’ en políticas concretas, acompañados con entusiasmo por funcionarios de los países miembros y grupos de interés socioeconómicos, y solo en su tramitación final son públicamente filtradas y examinadas. Es la estampa que hay detrás de la sempiterna queja de los medios por la ‘burocracia de Bruselas’. Grupos de funcionarios muy bien preparados, relativamente inasequibles a los partidos políticos precisamente por su especialización, reclutados más por meritocracia que por patronazgo político y que hacen del Estado de Derecho y de la limpieza del mercado sus tótems (ordoliberalismo).
Por no haber, ni siquiera hay algo tan básico para la teoría de la democracia como eso que llamamos un pueblo o una ciudadanía. Los habitantes de la Unión no forman un pueblo activo en el sentido político del término (menos aún en el cultural), pues no se interesan mínimamente por lo que se decide, cómo se decide y quién decide. No hay en las votaciones una circunscripción europea ni unos partidos transversales, y el público vota escasamente y por razones nacionales. Con ese remedo de ‘pueblo’ no hay democracia posible.
Todo esto es sabido. Y generalmente lamentado por los politólogos amantes de la democracia, sobre todo por los de inspiración federal, a los que gustaría una Unión federal que realizase en Europa el viejo ideal del más pleno autogobierno ciudadano. Porque la opacidad de los sistemas de decisión, su elitismo y burocratismo, el desinterés ciudadano, todo ello termina en cierto modo en una falta de democracia que llega incluso a despolitizar la Unión, que acaba siendo presentada como un conjunto de instituciones que están más allá de la política. Y nada más repugnante para un demócrata radical que hacer pasar por no política la esfera donde se toman las decisiones relevantes y se limitan eficazmente las posibilidades de las políticas nacionales reconocidas como tales.
Claro que hay otra forma de ver e interpretar ese déficit democrático de la UE: la de entender esta como un sistema diseñado así, precisamente como no democrático -asumiendo sin rubor el déficit-, que es altamente funcional para la pervivencia de las democracias nacionales, pues las hace posibles al limitar las consecuencias indeseables de unos sistemas de participación popular que son incapaces de tomar decisiones impopulares y están gobernados cada vez más de forma populista y demagoga. Hoy, la única forma de garantizar la supervivencia de los sistemas de democracias nacionales, a pesar de los desvaríos en que incurre su permanente electoralismo, consiste en integrarlos en un marco institucional donde se controlen las decisiones marco relevantes conforme a criterios de racionalidad no directamente política, sino experta. Es una especie de ‘sistema de externalización’ de las políticas importantes que los Estados nacionales aceptan de buen grado, pues les permite camuflar lo que el público no admitiría directamente de ellos.
La UE es una salida al dilema de Jean-Claude Juncker: que los políticos en una democracia están atrapados en el bucle de que «saben lo que hay que hacer, pero no cómo hacerlo y que les reelijan después». La solución actual al acertijo del político nacional es: que eso desagradable lo haga la Unión, donde la racionalidad está asentada, que nosotros gestionamos el espectáculo democrático interno.
La Unión, así vista, es esencialmente un sistema de limitaciones a la democracia de los Estados miembros. Y ha funcionado exitosamente. Quizá por eso no encuentra su camino, precisamente, en la acción exterior intensa que demanda un mundo globalizado: no estaba pensada para eso.