Hablemos de uno de esos temas impopulares capaces por sí solos de vaciar un palacio de congresos con su mero anuncio: el estado de la universidad. Comencemos por una de esas anécdotas de valor ejemplar. La directora de RTVE admitió recientemente que un tertuliano político podía cobrar hasta 450 € por una hora de programa.
En contraste, un profesor universitario con medio contrato (seis horas semanales de clase, más tutorías y lo que quieran endilgarle) gana hoy en día 800€ mensuales con un contrato precario. En la mayoría de los casos pasarán varios cursos hasta que pueda mejorarlo, y si carece de la protección endogámica de un grupo o cacique del área, es posible que no promocione nunca, porque la burla sistemática de las propias normas es moneda corriente.
Volviendo a las tertulias políticas: no seré yo quien niegue que esa ocupación no merezca esos dineros y más, pues no todo el mundo está dotado para experto en todología exhaustiva improvisada, palmero de primera o relator del gobierno de turno, pero me cuesta más admitir que la retribución docente universitaria actual sea proporcional a las exigencias (aquí tienen un ejemplo) de doctorado, estancias de ocho meses o más en centros académicos internacionales, publicaciones en revistas académicas (de pago) y participación en grupos de investigación (a menudo endogámicos) y otras formalidades.
La estancada economía española del capitalismo de amiguetes es incapaz de contratar y remunerar adecuadamente a los buenos egresados universitarios
¿Tan poco vale algo que tanto cuesta, como dedicar tantos años a ser PDI (Personal Docente e Investigador)? Pero es posible que así sea con la cruda lógica del mercado. Veamos qué le está pasando a la universidad para que la carrera universitaria sufra esta devaluación monetaria, profesional y reputacional.
La falta de correlación entre oferta académica universitaria y demanda laboral es un tópico muy viejo, pero no es exactamente todo el problema. Porque la estancada economía española del capitalismo de amiguetes es incapaz de contratar y remunerar adecuadamente a los buenos egresados universitarios, prácticamente empujados a la emigración por una economía atrasada que necesita más camareros y animadores de fiestas que científicos e ingenieros.
Por otra parte, una función de la universidad desde su fundación medieval es acoger y transmitir estudios sin utilidad económica directa (pero muy baratos), de la filosofía a lenguas muertas como el sumerio o el preindoeuropeo. Sin duda ha sido dañina la visión de la universidad como un ascensor social -¡y democrático!-, en vez de como un centro meritocrático de educación e investigación del máximo nivel; el caso es que la verdadera universidad es elitista por naturaleza, y si no es un fraude. Otros sistemas universitarios sufren miserias parecidas o peores, caso de la mítica, wokizada y carísima universidad de Estados Unidos, así que no se trata solamente de un problema doméstico.
El círculo vicioso
La verdadera razón de las retribuciones subdesarrolladas y la precariedad laboral instituida en la universidad, blindada por la lamentable ley universitaria de la coalición Frankenstein (posible por el sumiso sesgo izquierdista de la mayoría de docentes y estudiantes), es la pérdida de valor económico y científico de muchas titulaciones universitarias.
No solo la economía española es incapaz de emplear a los nuevos titulados capacitados, es que algunas titulaciones muy populares no son capaces de producir conocimiento ni valor añadido. Siento decir que su función es dar empleo al profesorado estable y un título fácil y subvencionado a los matriculados. También provoca otro fenómeno laboral muy nuestro: la sobretitulación de muchos empleados, de esos frustrados filósofos, psicólogos y sociólogos convertidos en cajeros de supermercado o repartidores de pizzas a domicilio.
Con más profesorado parcial y temporal pueden deshacerse de catedráticos y titulares mucho más caros (una cátedra amortizada da para contratar cuatro o cinco temporeros), ahorrar en nóminas y ofrecer más fantasías académicas exuberante
La política puede encubrir la situación y, como es habitual, dejar pudrir el problema, pero la realidad profunda se ha impuesto: ya no es posible meter más dinero en titulaciones sin demanda laboral. Y como tampoco hay valor para racionalizar el sistema convirtiendo grados en másteres de especialización y fusionando facultades y universidades completas, sino todo lo contrario -las universidades provincianas proliferan con nuevas titulaciones sin sentido-, ha llegado lo inevitable: la proletarización de la profesión universitaria. Ahora peor pagado y más precario que multitud de trabajos, pero con acceso más exigente, difícil e inseguro. Con más profesorado parcial y temporal pueden deshacerse de catedráticos y titulares mucho más caros (una cátedra amortizada da para contratar cuatro o cinco temporeros), ahorrar en nóminas y ofrecer más fantasías académicas exuberantes, arbitrarias y condenadas a la marginalidad.
Es también un logro de la degeneración burocrática y académica. Cada vez se exige menos a los alumnos para obedecer la dictadura estadística que prohíbe el suspenso, redundando en pérdida de calidad con menor valor profesional y científico. El círculo vicioso está servido: más titulaciones con más precariado es igual a menor valor y demanda. Respecto a la burocracia invasiva, nace de la ley de hierro de la oligarquía: a medida que la institución crece y se hace más costosa, rígida e insegura, multiplica los controles monopolísticos, paralizantes e inquisitoriales.
Han aprovechado la digitalización para transferir al profesorado el papeleo que antes era tarea de los servicios administrativos, mientras la administración se dedica a controlar, a menudo con patente abuso de poder
Pondré un ejemplo: cuando comencé mi carrera docente, en 1990, era muy sencillo crear una nueva asignatura optativa sin coste económico; bastaba con proponer un programa sensato, la aprobación del departamento y diez alumnos matriculados. Así podíamos ofrecer una variedad plural de asignaturas ya desaparecidas: filosofía de las religiones, de la cultura, semiótica y otras más. Hoy es imposible: hacen falta nueve permisos y tardan años. Pero el principal causante de estos males es, con la endogamia y el caciquismo, la dictadura de la burocracia. Han aprovechado la digitalización para transferir al profesorado el papeleo que antes era tarea de los servicios administrativos, mientras la administración se dedica a controlar, a menudo con patente abuso de poder (y con gran provecho de los peores docentes con vocación sindical o política). El proceso va acompañado del control ideológico oportuno, naturalmente izquierdista, para justificar ese control sinsentido.
Promesas de estabilidad
En resumidas cuentas, tenemos una universidad más rígida y endogámica, más burocrática y autoritaria, más infantil con los alumnos, convertidos vía reglamentos paternalistas en eternos adolescentes irresponsables, y más pobre académicamente. Las míseras retribuciones alejan a los candidatos competitivos y reservan la carrera a candidatos más necesitados y dispuestos a someterse a lo que se imponga, a cambio de promesas de estabilidad futura. La cuestión es si esta es la universidad que necesitamos, y cuánto tiempo podrá subsistir sin colapsar o caer en la irrelevancia. No es imposible. Cuando Miguel de Unamuno aceptó el rectorado de Salamanca en 1900, la antigua universidad modelo, sin alumnos ni docentes y anacrónica, estaba cerca de bajar la persiana para siempre.