- El decreto del Gobierno invade las competencias autonómicas en el ámbito de la educación superior y vulnera el principio constitucional de la autonomía universitaria. En definitiva, es inconstitucional
El Gobierno tiene preparado un Real Decreto para intervenir la Universidad. Se reserva el derecho de decidir qué universidades pueden ser aprobadas y sobrevivir y cuáles no. El primer error se refiere a la forma. Aunque pueda ser legal, es un disparate aprobar una reforma universitaria por Real Decreto, sin acuerdo con los partidos políticos, especialmente el primero de la oposición y, por cierto, con la mayoría del voto de los ciudadanos, y ni siquiera con un mínimo debate parlamentario. Por el contrario, sería necesario un gran pacto de Estado. Una vez más, el Ejecutivo exhibe su autoritarismo y su falta de respeto a los mecanismos de la democracia.
Pero el contenido empeora aún más las cosas. El Debate ha publicado una información clara y exhaustiva de su contenido. Es claramente lesivo de las libertades. Intervenir en los planes educativos y financieros de las universidades privadas por decreto supone un atropello intervencionista. Entre otras imposiciones establece un número mínimo de estudiantes, investigaciones y titulaciones. Al parecer, la calidad se mide por la cantidad. Exige un aval bancario para garantizar su viabilidad. El presidente ha declarado que es tarea del Gobierno conservar «el elevado nivel de calidad y de excelencia en la docencia y en la investigación». En boca de Sánchez suena a broma pesada. Todo a la mayor gloria del principio de autonomía universitaria establecido en el artículo 27.10 de la Constitución. Si una nueva universidad no alcanza los 4.400 alumnos a los seis años de su creación será eliminada. Se trata de una cifra mágica. ¿Por qué precisamente 4.400? ¿Es necesariamente mejor la Universidad que más alumnos tiene? ¿Y si fuera cierto lo contrario, o al menos la irrelevancia del número? ¿Es la masificación indicio supremo de calidad? También se penaliza a las universidades que tiendan a una fuerte especialización. Las universidades de nueva creación deberán pasar un primer filtro autonómico mediante las agencias de calidad. Si lo pasan, se enfrentarán a una segunda evaluación por parte del Gobierno. El Ejecutivo tendrá así la última palabra.
Este nuevo decreto echa por tierra el actual, aprobado en 2021, es decir, por el Gobierno de Sánchez. El Consejo de Estado ha elaborado un informe negativo y lo califica de «parco e insuficiente» e incluso tres Ministerios se han manifestado críticos con algunos aspectos. Muchos requisitos nada tienen que ver con la calidad.
El decreto se enfrentará a un fuerte debate jurídico que llegará más que probablemente al Tribunal Constitucional, lo que quizá no preocupe demasiado al Gobierno. Lo cierto es que la norma presenta, además de los problemas ya mencionados, dos graves debilidades jurídicas. Por un lado, invade las competencias autonómicas en el ámbito de la educación superior. Por otro, vulnera el principio constitucional de la autonomía universitaria. En definitiva, es inconstitucional.
Lo que no se puede negar sin cometer injusticia es su perfecto encaje con el modo que tiene este Gobierno de entender la democracia como mero encubrimiento formal de la autocracia. No es arriesgado pensar que se trata de una norma hostil a las universidades privadas que quedan, en el mejor de los casos, puestas bajo sospecha. Quizá sea este un juicio de intenciones, pero no todos los juicios de intenciones son falsos. Y el enfrentamiento entre universidades públicas y privadas es torpe y arcaico. Entre las mejores universidades del mundo las hay públicas y privadas. Y entre las peores, también. No parece que ahí resida la clave de la calidad y la excelencia. Lo que sí resulta determinante es la idea que se tenga de la universidad y de los fines que debe cumplir. La «rentabilidad» de una universidad no se mide por su tamaño. Una vez más, el Gobierno se mueve por sus prejuicios sectarios en lugar de fomentar la sabiduría.