Carlos Martínez Gorriaran-Vozpópuli

  • Putin lo vio claro: el futuro de Rusia podía estar en reconstruir su Imperio secular con otra dictadura, la suya

El pasado 26 de diciembre fue el trigésimo cuarto aniversario de la desaparición oficial de la Unión Soviética; el colapso puramente interno que la sentenció data de 1989. En total, la Unión Soviética, nacida en 1922 para iniciar una nueva era histórica universal, la del socialismo revolucionario, solo duró 68 años, menos que una vida media. Su breve historia proporciona un ejemplo excelente de dos principios fundamentales en estos tiempos: que nada es para siempre, y que todos los sistemas sociopolíticos totales están condenados al fracaso.

Fértil para el marxismo

La URSS se propuso materializar por vez primera la utopía comunista. El plan de Lenin era hacer una transición vertiginosa consistente en dictadura del proletariado e industrialización masiva hasta superar al capitalismo, momento -siempre misterioso e indefinido- de dar el salto al socialismo y desde ahí al comunismo, es decir, a la utopía de una sociedad absolutamente fraterna e igualitaria, sin Estado y por tanto completamente libre, y con capacidad y técnica para modificar las leyes naturales.

El proyecto debía llevarse a cabo en Rusia, aunque según el criterio marxista original era un país nada idóneo. Marx sostuvo que la revolución socialista era inevitable en los grandes países capitalistas avanzados: Reino Unido, Alemania, Francia o Estados Unidos. Pero allí sus ideas tuvieron poco impacto inicial, mientras que en la atrasada y periférica Rusia imperial y campesina fueron acogidas con entusiasmo por la pequeña minoría intelectual revolucionaria. Puede que, debido al atraso oficial, la Rusia zarista estuviera más madura para la revolución, y además la propensión a la mística y metafísica de la cultura rusa, sumada a la tradición insurgente, la hizo fértil para el marxismo, que era y es una religión política basada en la fe en la revolución, la lucha de clases y la dialéctica (seudo)materialista.

Del Imperio zarista al Imperio comunista

Por eso mismo todo salió al revés. Lenin y los bolcheviques tenían un plan que sirvió para tomar el poder, pero poca idea de qué hacer al día siguiente y nulos conocimientos económicos; la revolución fue, en realidad, un golpe de Estado contra el gobierno republicano de Kerensky que había derribado al zar Nicolás II, y fue popular por la promesa de salir de la Gran Guerra. El proletariado obrero era escaso y poco formado así que, desde el principio, aquello fue una dictadura de intelectuales, burócratas y terroristas, y fueron los últimos, con el auxilio de los segundos, los que se hicieron con el control y acabaron con los primeros tras la temprana muerte de Lenin. Todo lo demás se fue improvisando.

Aunque la mitomanía revolucionaria y utópica exigía hasta cambiar de nombre al Estado, la Unión Soviética nunca pudo ser otra cosa que la refundación del Imperio Ruso. El georgiano Stalin, un terrorista profesional, lo comprendió desde el principio, a diferencia del muy utópico Trotski con su revolución mundial permanente, por otra parte imprescindible para intentar la superación del capitalismo, de haber sido posible una empresa que pretendía prescindir de la economía y con ella de la naturaleza entera.

Ni Marx ni Lenin tuvieron la menor preocupación por la forma del Estado, la economía real y mucho menos por la moral (el comunismo fue el primer movimiento conscientemente maquiavélico), así que no existió nunca proyecto alguno de Estado ni economía socialista viables, ni más moral que el terrorismo de Estado. Stalin solo llevó a la culminación lo que pronto entendieron los escasos críticos realistas de la URSS: que el Estado eran la infame Cheka y el Gulag, que el proyectado paraíso socialista no podía ser sino una dictadura totalitaria de ilimitada violencia, y que el socialismo era un capitalismo de Estado encubierto, sin ninguna de las ventajas del privado y mucho menos productivo por la supresión de propiedad privada, iniciativa, competencia y libre mercado.

Los brillantes experimentos vanguardistas en arte, música y literatura fueron rápidamente aplastados, así que la cultura socialista se redujo a una versión represiva, anodina y propagandística (realismo socialista) de la conservadora cultura rusa oficial. La política internacional también pasó a versión más lóbrega y traicionera del viejo imperialismo, que Stalin certificó aplastando a Ucrania con el Holodomor y tratando de recuperar por la fuerza, o pactando con Hitler, las posesiones zaristas perdidas en Finlandia, el Báltico y Polonia. La utopía se convirtió en distopía en menos tiempo del imprescindible para contarlo.

La sucesión de Stalin

En definitiva, como proyecto utópico la URSS ya estaba muerta antes de que muriera el propio Lenin, que llegó a temerlo mientras agonizaba. El problema no estaba solo en los dirigentes, sino en el proyecto mismo, absolutamente absurdo y carente del menor rigor y realismo pese a las presunciones científicas de Marx y Lenin. El enorme desprecio de Stalin al respecto se reveló enseguida con su pretensión de controlar la ciencia imponiendo a su protegido Lysenko, un charlatán que pretendía ser biólogo, y prohibiendo el darwinismo y la genética a los soviéticos.

Tras la muerte de Stalin, los sucesores –Jrushchov y Brézhnev– se limitaron a suavizar el carácter totalitario del régimen persiguiendo solo la crítica, además de aplastar todo intento de independencia en los satélites (Polonia, Hungría, Checoslovaquia) pero la recuperación del impulso socialista era imposible: nunca había existido. Eso sí, explotaron a fondo la credulidad occidental y la absurda simpatía de los intelectuales de izquierda, que mantuvieron con el comunismo un idilio de tipo alcohólico. Incluso el famoso Nobel de economía Paul Samuelson sostuvo largo tiempo que la economía soviética acabaría superando la de Estados Unidos justo cuando Rusia se hundía en la decadencia y la parálisis generalizada por la burocratización y la férrea dictadura.

Y en estas llegó Vladimir Putin

Nada de extraño tuvo que el intento reformista de Gorbachov también fracasara, hasta que la ficción soviética se disolvió con el acuerdo amistoso entre los poscomunistas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, y la periferia imperial se deshacía en Estados independientes o vacilantes protectorados. Sin verdadera base ni arraigo, las proclamadas democracia liberal y libertad de empresa eran casi un mero simulacro. Es lo que vio el ex oficial de la KGB y admirador de Stalin, Vladimir Putin: el futuro de Rusia podía estar en reconstruir su Imperio secular con otra dictadura, la suya: nacionalista, reaccionaria, sin veleidades utópicas y aliada con la Iglesia Ortodoxa mientras mantenía el Ejército Rojo. Pero nada es para siempre, y tampoco lo será este neoimperialismo ruso culpable de la destructiva e inhumana guerra de Ucrania.