José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Los decretos-leyes a barullo han arrebatado al Congreso su principal potestad. Legisla poco y controla mal. España ha entrado en un proceso de desinstitucionalización iliberal
Escribía Adela Asúa, exmagistrada del Tribunal Constitucional, en 2015, en un voto particular discrepante en un recurso contra un decreto ley del Gobierno de Rajoy (sentencia n.º 199 de 24 de septiembre), la siguiente reflexión que, si entonces fue oportuna, ahora resulta urgente rescatar:
“La funesta consecuencia [de los decretos-leyes] es la relegación del poder legislativo a un papel pasivo, secundario y disminuido, en detrimento del principio representativo, de la calidad democrática y, en las propias palabras del preámbulo de la Constitución, del Estado de derecho que asegura el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”.
Cuando los portavoces de los grupos parlamentarios repliquen el discurso del presidente del Gobierno en este oportunista debate sobre el estado de la nación, lo primero que tienen que reivindicar es el papel constitucional que ha sido arrebatado a la Cámara Baja. Porque si el proceso de intrusión gubernamental en los poderes legislativos es galopante aquí y en otras democracias liberales, bate registros de usurpación de sus funciones con la gestión de Pedro Sánchez.
Desde que preside el Gobierno en 2018, el Consejo de Ministros ha dictado del orden de 120 decretos-leyes frente a los 99 de las legislaturas de Adolfo Suárez (1977-1981), los 37 de Leopoldo Calvo Sotelo (1981-1982), los 130 de Felipe González (1982-1996), los 127 de José María Aznar (1996-2004), los 108 de José Luis Rodríguez Zapatero y los 107 de Rajoy (2011-2018). Aun con la atenuante que debe considerarse —la pandemia—, el número es escandaloso y el modo en que esos decretos-leyes han variado distintos aspectos del ordenamiento jurídico es verdaderamente taimado.
La Constitución atribuye al Congreso (artículo 66) tres funciones esenciales: la potestad de legislar, la de aprobar los presupuestos y la de controlar al Gobierno. Y solo por razones de “extraordinaria y urgente necesidad” habilita al Gobierno para dictar decretos-leyes, que son disposiciones legislativas provisionales que el Congreso debe convalidar, derogar o reconvertir en proyectos de ley. Entre la dejación de los grupos parlamentarios y el abuso del Gobierno (66 decretos-leyes en los dos últimos años), el legislativo se agosta y el ejecutivo se empodera, mercadeando con la convalidación de estas disposiciones que vacían de contenido la esencial función del Congreso.
Se está produciendo una desinstitucionalización en España. Que comienza por el propio poder legislativo. Porque tampoco la función controladora al Ejecutivo es eficiente. El Gobierno que responde “solidariamente en su gestión política” (artículo 108 de la CE) ha tratado y conseguido eludir una auténtica fiscalización apoyándose en las fuerzas parlamentarias que se tienen por más ‘progresistas’: Unidas Podemos y los independentistas.
El Tribunal Constitucional no ha sido eficaz en poner coto a esta arbitrariedad del Gobierno, primero, porque ha dictado sentencia a toro pasado en asuntos de extraordinaria trascendencia (los dos decretos de estado de alarma han sido anulados, así como el cierre de la Cámara, pero cuando los unos y la otra se habían consumado), y, segundo, porque, como denunciaba la exmagistrada del TC Adela Asúa, ha interpretado “la extraordinaria y urgente necesidad” como presupuesto habilitante de los decretos-leyes de una forma tan laxa que, en la práctica, ha permitido la usurpación de las funciones del Congreso.
Y aunque los llamados debates ‘sobre el estado de la nación’ no están previstos ni en la Constitución ni en el Reglamento del Congreso, es lo cierto que se trata de una convención democrática que puso en marcha Felipe González en 1983 y que todos los presidentes, empezando por él, han atendido con un celo bien distinto al desdén de Pedro Sánchez. Con el primer presidente socialista se celebraron 10; con Aznar, seis; con Zapatero, seis también; con Rajoy, tres, y ninguno desde el último en 2015. Otro dato a tener muy en cuenta, por más que siga obrando como atenuante la pandemia, que es utilizada —como la invasión de Ucrania— como una justificación de la que se cuelgan los enormes márgenes de discrecionalidad —lindante con la arbitrariedad— de este Gobierno.
Añádase a ello la docilidad de la presidenta del Congreso que, alterando una norma con una vigencia de más de 30 años según la cual eran necesarios los 3/5 de los votos para acceder a la comisión de gastos reservados, alteró ese régimen de mayorías para franquear a EH Bildu y ERC —entre otros— su presencia en esa comisión con ocasión de las escuchas del CNI —en lo que se sabe, legales, al haber sido autorizadas por el magistrado competente de la Sala Tercera del Supremo—. Todo un servicio a su partido, no a la Cámara.
Ya hay autores europeos (*) que hablan con rigor de que estamos en una era “posdemocrática” en la que se registra “fatiga de materiales” en el Estado de derecho y establecen con criterios fundamentados que las democracias han derivado en “simulativas” (sic), una nueva situación en la que se mantiene la simbología democrática, pero que, sustantivamente, no responde a una realidad que lo sea tal y como la hemos venido conociendo. La usurpación de los poderes legislativos del Congreso es, en España, un ejemplo acabado de una tendencia iliberal cada día más pronunciada.
(*) ‘La democracia simulativa. Nueva política tras el giro posdemocrático’, del profesor alemán Ingolfur Blühdorn, obra prologada por el catedrático español Eloy García. Este libro ha sido traducido y editado en Colombia (Editorial Temis) y debo su lectura al regalo del profesor García de un ejemplar que plantea de manera interesante y rigurosa la evolución de los sistemas democráticos convencionales.