PAUL PRESTON-EL PAÍS
- Las democracias necesitan un jefe del Estado neutral e Isabel II ha cumplido sus obligaciones meticulosamente a este respecto
La noticia de que Isabel II estaba gravemente enferma tuvo un profundo efecto en la mayoría de la población británica, incluida la minoría republicana del país. Hay muchas razones para ello. No me considero monárquico, pero comparto el sentimiento mayoritario por la siguiente razón. Como he manifestado en muchos escritos y entrevistas sobre el rey Juan Carlos en España, creo que las democracias necesitan un jefe del Estado neutral. Isabel II ha cumplido sus obligaciones meticulosamente a este respecto. De hecho, desde que accediera al trono en 1952, rara vez ha dado un paso en falso tanto en lo personal como en lo político. Esa es una de las razones por las que el efecto de su fallecimiento sobre la mayoría de la gente en las islas británicas es una mezcla de tristeza e inquietud por el futuro.
Una de las ironías de la política del siglo XXI es que la monarquía española y la británica tengan unos niveles de apoyo popular tan opuestos. Dado que solo una minoría de monárquicos totalmente comprometidos en ambos países, quizás más en España que en Gran Bretaña, cree que lo que justifica que un monarca sea el jefe del Estado deriva del derecho divino, lo que sirve de base a la monarquía hoy es la utilidad que se considera que tiene. En el caso de España, la monarquía de Juan Carlos I logró superar su pecado original, que era que fue diseñada por el general Franco con el fin de garantizar la continuidad de los principios esenciales del Movimiento. Este estigma, que constituyó un enorme obstáculo para que los demócratas aceptaran la monarquía, se superó gracias a la función que desempeñó el Rey en la transición a la democracia, especialmente durante el golpe de Tejero. Sin embargo, el logro de la monarquía borbónica de haber pasado la prueba de la utilidad se ha visto anulado en los últimos años por los diversos escándalos que llevaron a la abdicación y el posterior exilio de Juan Carlos. Inevitablemente, esto ha creado obstáculos para su hijo y heredero.
En cambio, la monarquía británica no ha tenido que enfrentarse a semejante prueba de fuego. Isabel II ha sido una mandataria inmensamente popular durante 70 años, y dejará al país en un momento de profunda crisis. La reina ha tenido su cuota de experiencias traumáticas durante su época, habiendo tenido que lidiar con la pérdida de un inmenso imperio mundial y, más recientemente, con el proceso del Brexit, una separación de Europa que se sabe que le causó un considerable desasosiego. En las circunstancias más difíciles, con dignidad y sentido común, Isabel II ha vivido el declive de Gran Bretaña en la escena internacional, rápidamente acelerado por el Brexit y los incumplimientos frecuentes de las leyes internacionales que lleva aparejados. Resulta difícil saber cómo se sentía la reina cuando, el 28 de agosto de 2019, ordenó al Parlamento de Reino Unido que suspendiera sus actividades siguiendo el consejo del primer ministro conservador, Boris Johnson, un consejo que más tarde se declararía ilegal. El que un primer ministro británico arrastrara a la monarquía a una feroz lucha política partidista, socavando así su legitimidad constitucional matizada, constituyó un hecho sin precedentes.
Aunque los escándalos provocados por los problemas conyugales de sus hijos han contribuido a que desaparezca gran parte de la magia de la que tiene que depender una monarquía para que esté justificada, ella nunca se vio envuelta en ningún escándalo personal. Además, debido a la inmensa riqueza de la familia real británica, nunca tuvo que realizar actividades en las que le podría haber salpicado algún escándalo financiero. Su matrimonio con el príncipe Felipe fue duradero y sólido hasta la muerte de este hace 18 meses, a la edad de 99 años. La dignidad de la que hizo gala cuando tuvo que asistir sola a su funeral debido al confinamiento de la covid incrementó su popularidad y explica por qué la noticia de su fallecimiento ha provocado tanta tristeza.
Quizá lo único que empañó la constante popularidad de la reina fue la frialdad que transmitió durante la gran ola de emoción nacional tras la muerte de la princesa Diana. La ilusión de intimidad con la gente normal y corriente que fomentó la princesa Diana durante su vida, y que se intensificó en el duelo masivo que precedió a su funeral, posiblemente perjudicó a la monarquía. La aparente cercanía entre grandes franjas de la población y Diana, tanto en vida como después de su fallecimiento, pusieron de relieve la distancia entre la reina y sus súbditos. Esa distancia se redujo en los años posteriores cuando la familia real británica fue dándose cuenta muy poco a poco de que era necesario tomar medidas para mantener su popularidad. Esto se pudo comprobar recientemente en la respuesta de la reina ante el escándalo que salpicó a su segundo hijo, Andrés, al que despojó de su título de Alteza Real y apartó de sus funciones militares.
He dicho anteriormente que su fallecimiento provoca inquietud. Eso se debe a que, aunque haya sido una monarca inmensamente popular durante 70 años, ha dejado al país en un momento de profunda crisis. Debido al Brexit, a la covid, a los 12 años de Gobierno conservador y especialmente al comportamiento frívolo de Boris Johnson, la libra esterlina se encuentra en su nivel más bajo desde 1985 y la economía sufre un grave declive. El fallecimiento de Isabel II coincide con la llegada de Lizz Truss, una primera ministra sin experiencia en el cargo, que, en una encarnación política anterior, pedía apasionadamente la abolición de la monarquía. Su llegada va a coincidir con la sucesión al trono del príncipe Carlos. No hay muchas cosas que den pie a la esperanza en Gran Bretaña.