- “Sabía que le iban a matar. Esto tenía que llegar, más pronto o más tarde, pero tenía que llegar” (Marisol, viuda de Manuel Zamarreño)
Durante décadas, el conocimiento que la sociedad española ha tenido sobre el terrorismo es inversamente proporcional al daño que este ha causado. Los españoles han conocido antes el nombre de muchos terroristas que el de sus víctimas.
Hoy, en el 23º aniversario del asesinato del concejal del PP en Rentería Manuel Zamarreño, es obligado contar su historia.
José Manuel Zamarreño Villoria (San Sebastián, 1955) trabajaba desde muy joven como calderero en los Astilleros Luzuriaga, muy cerca de Rentería (Guipúzcoa), el lugar donde vivía.
Allí, en el corazón de la Euskadi más industrial, en un piso de 49 m2 en el barrio de Capuchinos, se las apañaba con su mujer y sus cuatro hijos.
Entrados los años 80, Rentería era ya un lugar hostil, territorio de kale borroka, cócteles molotov, pintadas y atentados. La violencia no era sólo de ETA, sino también de los GAL, la Triple A o el Batallón Vasco-Español. Entre 1979 y 1985 fueron asesinados en el municipio siete guardias civiles y cuatro taxistas.
En ese contexto, Manuel Zamarreño decidió afiliarse al PP gracias a su amigo y compañero de trabajo José Luis Caso. Este era concejal en el Ayuntamiento de Irún. Tras el asesinato en enero de 1995 de Gregorio Ordóñez, teniente de alcalde de San Sebastián, José Luis Caso le dijo a Zamarreño que el partido iba a presentar candidatura en Rentería por primera vez. Zamarreño no lo dudó y fue tercero en la lista, por detrás de Caso y de Concepción Gironza. Los dos primeros de la lista resultaron electos.
Tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, los representantes del PP y del PSOE en el País Vasco comenzaron a llevar escolta oficial. José Luis Caso fue una excepción y se negó a cambiar de vida. No quería, con 64 años, que un escolta controlase sus pasos. Ante la insistencia de sus compañeros, acabó cambiando de parecer y una tarde de diciembre de 1997, durante una reunión del partido, comentó que llamaría a la sede para que le asignasen protección.
No le dio tiempo. Esa misma noche, tomando una cerveza con amigos en el bar Trantxe de Irún, un etarra encapuchado le descerrajó varios tiros en la cabeza. Todos los representantes políticos, salvo los de Herri Batasuna, condenaron el atentado.
Concepción Gironza colocó un retrato de José Luis en su asiento y les espetó: “¿La siguiente voy a ser yo?”. No contestaron, pero el destino de Concepción ya estaba decidido. Tres meses después, ETA colocó una bomba en el portal de su vivienda. A ella y a su madre octogenaria tuvieron que sacarlas de entre los escombros. En abril de 1998 dimitió. Los dos puestos del PP en Rentería quedaron vacantes. Concepción Gironza acabó siendo una integrante más de la diáspora vasca.
Las formas de amedrentamiento eran muy variadas, pero todas tenían el mismo objetivo: obligarle al exilio
Entre el escaso público de aquel pleno, conformado en su mayoría por abertzales, se encontraba, en un segundo plano, un hombre de baja estatura, con rostro cabizbajo y de barba poblada. Era Manuel Zamarreño.
En los días posteriores al asesinato de su amigo, sus familiares y allegados le rogaron que no tomara posesión del cargo. Pero Zamarreño tenía decidido coger el testigo de su compañero. Ya no sólo por la memoria de José Luis, sino por principios.
En la víspera de Nochevieja, la madrugada del 30 de diciembre de 1997, la izquierda abertzale inició su campaña de hostigamiento contra Zamarreño. Esa mañana, su Seat amaneció completamente calcinado.
Cuando salía a tomar café con su mujer, los clientes del bar pagaban y se iban. Los vecinos cambiaban de acera y le esquivaban la mirada.
Su hija Naiara, que entonces tenía 15 años, recordaba como, en una ocasión, le gritaron a su padre desde un balcón: “Zamarreño, estás muerto”. Naiara nunca podrá olvidar las fotos de su padre enmarcadas en una diana que los cachorros de ETA solían dejar en el portal. También recuerda lo que solía hacer en muchas ocasiones: “Me gustaba asomarme a la ventana para despedir a mi padre y ver qué escolta le tocaba ese día”.
Las calles del municipio estaban llenas de pintadas como: “Zamarreño asesino” o “Serás el siguiente”. Las amenazas telefónicas también eran constantes.
Las formas de amedrentamiento eran muy variadas, pero todas tenían el mismo objetivo: obligarle al exilio. Lo querían fuera del País Vasco, siguiendo la estrategia fijada por ETA desde hacía varios años. La de acabar con todo cargo público que formara parte de ese ficticio enemigo de la supuesta patria vasca.
Zamarreño hizo caso omiso a las amenazas y no dio marcha atrás: “Yo lo tengo claro. Soy de aquí y de aquí no me muevo”.
Zamarreño se sentó por vez primera en su escaño el 21 de mayo de 1998. Manuel recordó a su antecesor y amigo Caso, y acusó a los cinco ediles que Herri Batasuna tenía en el municipio de ser responsables del asesinato de su amigo. “Me siento orgulloso de estar hoy aquí, es el triunfo de la democracia y de la mayoría de los ciudadanos sobre quienes por medio de la extorsión, la amenaza y la violencia pretenden quebrar la paz y la convivencia”.
Manuel Zamarreño escogió vivir una vida reservada para unos pocos
El jueves 25 de junio de 1998, sólo 34 días después de ser nombrado edil en el Ayuntamiento, Manuel Zamarreño salió de su casa alrededor de las 11:00 de la mañana. Se dirigía, como cada día, a comprar el pan acompañado de su escolta, el ertzaina Juan María Quintana. Al regresar a su vivienda, una moto estacionada a veinte metros de su portal y cargada con tres kilos de amosal explotó a su paso.
Zamarreño murió en el acto. Su escolta resultó herido de gravedad, con restos de metralla en el cuerpo y heridas en un ojo.
Los de siempre habían dado el chivatazo sobre las rutinas de Zamarreño. Naiara, que se encontraba en casa acompañada de su madre y su hermano pequeño, bajó corriendo tras escuchar el enorme estruendo, pero no la dejaron acceder al lugar del atentado. Después de unos minutos de intensa incertidumbre, sin recibir ninguna llamada, la familia se enteró del asesinato por el teletexto de la televisión: “Manuel Zamarreño, muerto en atentado”.
Las portadas de todos los periódicos amanecieron al día siguiente con una imagen que hoy podría resultar inaceptable, pero que, como otras muchas, ayudó a remover las conciencias de la época. Un padre tapaba los ojos de su hijo mientras ambos pasaban a pocos metros del cuerpo.
Los meses posteriores al atentado no fueron fáciles para la familia. A Naiara le gritaban “gora ETA” en el instituto. Ella intentaba no desvelar su apellido por temor a represalias. Las pintadas y amenazas a la familia siguieron durante bastante tiempo. Sus hermanos mayores se fueron a Madrid a los pocos meses, y su madre y hermano menor acabaron en Extremadura años después.
Naiara es la única que sigue viviendo hoy en Rentería, aunque evita pasar por el lugar del crimen.
Manuel Zamarreño pudo elegir una vida mucho más cómoda. Sin embargo, escogió vivir una vida reservada para unos pocos. En unas circunstancias ya de por sí adversas, en una sociedad vasca falta de libertades, decidió comprometerse con sus principios y plantar cara a los terroristas y sus seguidores.
No es característico de la condición humana reaccionar ante el miedo y la violencia como él lo hizo. La mayoría de la sociedad vasca claudicaba frente al miedo propagado por el entramado etarra, cuando no se dejaba llevar por la indiferencia o justificaba y apoyaba a la organización terrorista. Esto resulta difícil de explicar cuando los españoles de hoy no ven su vida peligrar cada vez que pisan la calle.
Hoy en Rentería coexisten pintadas a favor de los presos etarras con un parque que recuerda a José Manuel Zamarreño Villoria, un humilde trabajador al que ETA robó la vida una mañana de verano. En ese mismo parque juegan hoy sus nietos, de 9 y 6 años, a los que Naiara inculca los valores de convivencia en paz y en libertad, y que un día serán conocedores del ejemplo de valentía y de resistencia frente al terrorismo que representó su abuelo.
*** Jaime González Castrillo es graduado en Relaciones Laborales y Recursos Humanos por la Universidad de Extremadura.