El 14 de octubre pasado cayó en viernes. A mediodía se plantó en Oviedo a la puerta del Hospital principal de Asturias un hombre ajado y maltrecho en silla de ruedas. En la mano un documento de 31 páginas; memoria de 32 años de sufrimiento físico y mental por la mala fortuna, la incompetencia médica y el deterioro de la Medicina Pública. Su nombre Gerardo Iglesias Argüelles, 77 años, de profesión minero.
Por el eco de su alegato, que presenciaron sus dos hijos, un puñado de periodistas locales y algunos amigos solidarios, podríamos decir que no pasó nada. Alguna reseña en los medios de la provincia y la premeditada ausencia de los referentes nacionales. Asturias dejó de existir informativamente desde hace décadas; una población mermada y viejuna que no llega al millón de habitantes, donde los jóvenes ya no hacen la mili pero igualmente huyen a la búsqueda de pastos donde abrevar. Los Paraísos Naturales dan para que las guías reseñen donde gozar en forma turística pero no aportan nada más que el aislamiento y la mala leche. Los detentadores de la idea de la España vacía mantienen un desdén absoluto hacia el objeto de sus penas. No hay corresponsales de prensa nacional en Asturias. Sin ir más lejos, “El País” mantiene su información asturiana desde Valladolid.
Llevo años diciendo que el monopolio político del PSOE en Asturias es tan letal y corrupto como lo fue en Andalucía. Ni siquiera cuando el presidente del Sindicato Minero (SOMA-UGT) se sentó ante los tribunales por corrupción manifiesta, mereció la mínima atención. Este antiguo confidente policial alzado a la cabeza de la organización obrera más potente de España salió de rositas cuando alegó ante los tribunales un “alzheimer severo”. Era ese mismo Fernández Villa el que convocaba a sus miles de fidelísimos afiliados en la famosa Campa de Rodiezmo, donde una vez al año Felipe González o Alfonso Guerra pronunciaban encendidos discursos obreristas.
Si el común, por edad o por ignorancia, tiene una idea turística y nada real de un pequeño mundo irremisiblemente acabado como es Asturias, quién se acuerda hoy de Gerardo Iglesias, un tipo de 77 años, atado de por vida a una silla de ruedas, que ha de convocar a periodistas locales y amigos veteranos a la puerta del principal hospital del Principado -singular epíteto para una región antaño insumisa- y recordarles, como en un verso de César Vallejo, que aún vive, con sus dolores de animal herido por la desidia y la venganza.
Mientras su avieso mentor cultivó una manera de vivir que mantuviera intacta su megalomanía y ampliara sus asegurados ingresos haciéndose un influencer “avant-la-lettre” en tertulias y saraos, incluso solicitando su ingreso en un PSOE entonces prepotente
Hablé con él una vez en mi vida, retirado ya por la enfermedad, del trabajo y de la vida política, con la dignidad del derrotado. Hizo de sucesor de Santiago Carrillo durante varios años en la dirección del PCE y fracasó como era lógico en el intento por enderezar un buque que zozobraba sin remedio. Mientras su avieso mentor cultivó una manera de vivir que mantuviera intacta su megalomanía y ampliara sus asegurados ingresos haciéndose un influencer “avant-la-lettre” en tertulias y saraos, incluso solicitando su ingreso en un PSOE entonces prepotente. (Aún recuerdo los sarcasmos de Alfonso Guerra cuando tuvo que driblar al mismo tiempo dos peticiones singulares de afiliación; la de Jorge Verstringe, el delfín de Manuel Fraga, y hoy en Podemos, al tiempo que Carrillo hacia lo mismo desde la otra orilla apelando al pedigrí familiar de su padre Wenceslao, mano derecha de Largo Caballero. ¡Vaya tropa!, hubiera exclamado Romanones). Por su parte, Gerardo Iglesias decidió algo insólito.
Incomprensible en tiempos de “puertas giratorias” y nombramientos digitales honorarios, Iglesias decidió volver a la mina, a su trabajo de antaño en el que había empezado de adolescente, cuando la minería asturiana representaba algo muy diferente al subsidio. La coherencia se interpretó como una provocación y así la entendieron sus adversarios. No entraba en sus baremos de conducta apropiada. Volver al pozo, al casco, al montacargas, en definitiva, al negro hollín. Con las manos todos aplaudieron el gesto, con el corazón se destiló el odio que se cobrarían durante años. Mostrarse demasiado consecuente es un crimen en el ambiente de los espíritus normativos y escrupulosos, porque las comparaciones son odiosas.
Pronto llegó un accidente en la mina con rotura de cadera y empezó su viacrucis. Una primera intervención con injertos óseos en 1991. Pronto detectaron los médicos que padecía cierta intolerancia al material y el hombre se fue achicando de operación en operación. Se lo pasaban entre los cirujanos como un auténtico juguete roto; unos más incompetentes que otros, como sucede en todas las profesiones. ¿Por qué en la medicina debe ser diferente? Desde la epidemia de coronavirus la Sanidad alcanzó su grado más alto y más arriesgado y a veces parece como si hubiéramos concedido un aval profesional a todo el gremio; nuestra fragilidad ayuda a la mitificación. Todo el mundo debe ser bueno en el momento que necesitamos que sea bueno y como veteranos creyentes nos sumimos en el silencio de los corderos.
Cuando Gerardo Iglesias llega postrado a su hasta ahora séptima intervención quirúrgica se encuentra con una realidad en forma de documento. Todos sus dolores y percances reglados en el diagnóstico: “síndrome de cirugía lumbar fallida”. Luego, “secuelas por las sucesivas intervenciones que explican un estado altamente incapacitante”. Han pasado 32 años, él 77. Ni se mantiene de pie y con dolores atroces. Sólo pide “posibles terapias que hagan mi vida algo más llevadera”.
Su último recurso consiste en apelar al presidente de la Comunidad Autónoma, Adrián Barbón, que le recibe gracias a que va acompañado del máximo representante de CCOO en la región. Ni se digna dirigirle la palabra; al fin y a la postre no representa nada ni a nadie, apenas uno más de los 23.600 pacientes que están en lista de espera para la Sanidad Pública asturiana. “Se lo comentaré al consejero de Sanidad”, sentenció. Se refería a Pablo Fernández, médico digestólogo, a buen seguro la especialidad más afín a la política: todo lo digieren porque nada puede sentar mal a un estómago blindado.
Son socialistas crecidos en la disputada cucaña de las Juventudes Socialistas, el vivero asturiano donde prosperaron Adriana Lastra y este Adrián Barbón. Serviles por conciencia del cargo; donde los pongan, porque ninguno de ellos volverá al trabajo que dejaron, mitad porque no tuvieron otro, mitad porque lo entenderían como un baldón. Son profesionales de la política de partido y sólo quien los ayudó a llegar podría interrumpir su carrera sin meta. A veces se les presentan ocasiones para hundir esa espina letal de la venganza: que purguen sus ínfulas los que no quisieron subirse al tiovivo.