Lo de Azkoitia es una imagen del pasado, como dice Patxi López, en este caso del pasado jueves, pero sobre todo puede ser un avance del futuro, un presagio de lo que algunos esperan generalizar el día que cese la violencia: que vivamos como si no existieran ni hubieran existido los verdugos. Y eso no se puede consentir, no por venganza, sino por vergüenza social.
En nuestro país se convierten demasiadas veces los sentimientos y las creencias en eje de cuestiones que deberían resolverse por medios más objetivos, más institucionales. Es bastante inútil -salvo a efectos descriptivos- preguntarle a nadie ‘qué se siente’ en materia nacional, como si la ciudadanía fuese ante todo una emoción y no una norma establecida de acuerdo con ciertos requisitos que poco tienen que ver con la volición de los particulares. Tampoco me parece claro recurrir al ‘perdón’ de las víctimas del terrorismo para conseguir la deseada pacificación o, como suele también decirse, para ‘cicatrizar las heridas’. Porque, vamos a ver, ¿qué quiere decir que una víctima ‘perdone’ a quien atentó contra ella o contra sus parientes? Es algo tan íntimo, tan delicado, que probablemente ni la misma persona interesada puede saber fehacientemente si ha perdonado o no: unas días le parecerá que sí, otras veces que no, muchas dudará.
En cualquier caso, tal perdón personal es algo relacionado con la serenidad de alma de uno, no con ningún tipo de absolución legal. Y ello por una razón muy clara: porque el delito cometido por el terrorista no es un asunto privado entre él y sus víctimas, sino algo público entre él y la sociedad. La víctima tiene derecho a perdonar o a no perdonar, según su carácter (incluso es lícito que no sepa qué hacer o ni se plantee el problema). También el terrorista tiene derecho a no arrepentirse de lo que ha hecho, incluso a sentirse ufano de su fechoría. Pero la sociedad en ningún caso puede pasar el asunto por alto: si hay delito, debe juzgarlo y castigarlo proporcionadamente. También debe intentar repararlo en la medida de lo posible, reinstaurando el derecho vulnerado. Si esto no ocurre, sienta lo que sienta cada cual, no hay pacificación ni cicatrización que valgan.
Ahora algunos nos previenen contra el afán de venganza que podría -según ellos- enturbiar la convivencia en el país. Resulta evidente que las víctimas del terrorismo en Euskadi no han recurrido a la venganza, es decir, que no se han tomado la justicia por su mano, al margen de la ley (como ha ocurrido en Irlanda y en tantos otros lugares). Lo que han solicitado es lo que uno de nuestros clásicos del Siglo de Oro podría llamar ‘el castigo sin venganza’. También aspiran, como es justo, a la debida reparación. Pero aunque renunciasen al castigo y a la reparación, ambas cosas tendrían que ser exigidas por el resto de la sociedad. No por afán de mantener abierta ninguna herida, claro, sino precisamente para que no quede permanentemente abierta y sangrante la llaga social provocada por los criminales. Las heridas personales sufridas por cada cual, en cambio, puede que sangren hacia adentro para siempre mientras vivan quienes las padecen. La reparación necesaria del terrorismo no sólo implica que el agresor -no el Estado, salvo en casos subsidiarios de necesidad- pague daños y perjuicios: también es preciso que se asiente y reafirme el orden legal y social que el terrorista pretendió alterar. El delito fue cometido para amedrentar, doblegar y humillar a ciertas personas y a través de ellas al resto de la sociedad que acepta la legalidad democrática: la reparación exige que se acabe de manera efectiva el miedo y que nada ni nadie se doblegue a la voluntad de los amedrentadores.
Por desgracia, lo que hoy enturbia la convivencia en Euskadi no es la venganza de los ofendidos sino la falta de voluntad reparadora por parte de los ofensores o de quienes rentabilizan políticamente las agresiones. Hace años, gran parte de la sociedad vasca prefería vivir como si las víctimas no existieran; hoy eso ya no es posible, pero ahora los mismos de antes nos aconsejan que vivammos como si no existieran ni hubieran existido los verdugos. Sin embargo, continúan las persecuciones intimidatorias y humillantes, como se ve en tantos sitios y recientemente en Azkoitia, donde lo ocurrido puede ser un presagio de lo que algunos esperan generalizar el día que cese la violencia: no lo digo yo, sino que se lo acabamos de oír a Josu Jon Imaz, de cuya opinión muchos recelarán menos.
Lo de Azkoitia es una imagen del pasado, como dice Patxi López, en este caso del pasado jueves, pero sobre todo puede ser un avance del futuro. Y eso sencillamente no se puede consentir: no por venganza, sino por vergüenza social y política. Los terroristas que cumplan sus penas tienen derecho a la reinserción en la legalidad, pero no a regresar al amedrentamiento de quienes la defendieron contra ellos. Primero que se repare el orden democrático agredido y todos puedan volver a vivir con la cabeza alta en él; más tarde, si hay que cambiar algo, que sea por las vías constitucionales y parlamentarias en las que todos sin violencia pueden participar, pero sin apaños ventajistas que recompensen a los matones por perdonarnos la vida. No a la venganza, de acuerdo: pero sobre todo no a la vergüenza.
(Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid)
Fernando Savater, EL CORREO, 5/2/2006