Manuel Ruiz Zamora-El Español

  • El libro La verdad, del periodista Arcadi Espada, sería un buen manual en las escuelas de periodismo si no fuera porque estas son el origen del mal: ese que hace que el periodista no necesite ya investigar, y ni siquiera saber, puesto que su verdad ideológica viene ya perfectamente envasada y lista para su entrega.

Por cortesía del gran Santiago González ha llegado a mi buzón de correos el último libro de Arcadi Espada, titulado de forma imponente La verdad.

Si hay un concepto con el que los filósofos llevan peleándose desde el principio de los tiempos es precisamente este. Friedrich Nietzsche, por ejemplo, desde su escepticismo radical, afirmaba que la única frase que merecería ser salvada de la Biblia es aquella que el buen Poncio Pilatos, harto de fanáticos, le dirige a Cristo cuando este se le presenta como heraldo de la Verdad: “¿Y qué es la verdad?”, le responde, hemos de imaginar con algo de displicencia, el prefecto romano.

La teoría más transitada al respecto, que perdura incluso entre las corrientes más realistas de la filosofía de la ciencia, es aquella que los escolásticos lograron resumir en una fórmula magistral: la verdad sería una aedecuatio intellectus et rem, es decir, un ajuste o conformidad entre la mente que conoce y la cosa conocida.

Esto, que parece muy simple, es, sin embargo, un campo sembrado de minas, porque implica, en primer lugar, la presuposición de que existe una realidad compuesta por cosas, objetos o entes que son enteramente independientes de nosotros y que lo seguirían siendo aunque nosotros no existiéramos.

Supone también la consideración de que nuestro intelecto posee las capacidades necesarias y suficientes para poder conocer tales cosas como son en sí mismas. Y significa, por último, una confianza en que las cualidades de ese objeto convenientemente deglutidas por nuestro entendimiento puedan ser formuladas en proposiciones que, al ser verdaderas, conforman lo que conocemos como conocimiento.

«¿Existe, entonces, la realidad? Sí, pero sólo en la medida en que la conocemos, de ahí que Friedrich Hegel, en estado puro, pudiera proclamar que todo lo real es racional»

No todas las corrientes filosóficas han concordado en tales presupuestos. El idealismo, por ejemplo, en cualquiera de sus emanaciones, niega que podemos conocer otra realidad que no sea aquella que viene ya mediatizada por nuestra mente, lo que significa que conocemos ideas de las cosas, pero no estas en sí mismas.

¿Existe, entonces, la realidad? Sí, pero sólo en la medida en que la conocemos, de ahí que Friedrich Hegel, en estado puro, pudiera proclamar que todo lo real es racional. El escepticismo iría más allá y pondría en duda por sistema todos y cada uno de estos respectos que estoy exponiendo.

El mismísimo Inmanuel Kant negó la posibilidad de una Verdad, así con mayúsculas. ¿Por qué? Porque siendo esta, según se deduce de su esquema, una síntesis entre un objeto concreto de la intuición al que se le aplican las categorías específicas del entendimiento (lo que no es, en el fondo, sino la vieja fórmula escolástica llevada al dominio del pensamiento), tan sólo podrá haber verdades concretas y particulares, pero nada genérico a lo que podamos referirnos con dicho término.

Para Kant, como para sir Karl Popper después que él en el campo de las ciencias, la verdad es, más que nada, lo que llama un ideal regulativo o, lo que es lo mismo, una aspiración que, al espolear la necesidad de su consecución final, hace avanzar la investigación y, por tanto, el dominio del conocimiento.

Pues bien, este último concepto de verdad es el que, en mi opinión, puede operar como nexo entre filosofía y periodismo. Aunque en alguna entrevista le he leído a Arcadi Espada declararse el último realista ingenuo, yo creo que esta identificación se enmarca más que nada en la estimulante tendencia del personaje a la provocación.

«Espada es un realista crítico, es decir, un tipo que busca algo aproximado a la verdad abriendo para ello un proceso de investigación en el que los hechos y los datos son cribados cuidadosamente en función de su consistencia en un determinado contexto»

Un realista ingenuo no podría haber sacado a la luz el sórdido episodio del Raval, recogido en un libro (Raval: del amor a los niños), ni podría tampoco haber dado la lección de periodismo, por así decirlo, trascendental sobre el escándalo que han supuesto las causas abiertas contra el expresidente Francisco Camps, así como las 169 portadas que le consagró a ello un periódico dizque global.

Lo que sí es Espada, como cualquier buen periodista que se precie, es lo que llamaríamos un realista crítico, es decir, un tipo que busca algo aproximado a la verdad abriendo para ello un proceso de investigación en el que los hechos y los datos son cribados cuidadosamente en función de su consistencia en un determinado contexto.

En su libro, plagado de artículos magistrales, se incluyen algunos de los hitos periodísticos más destacados en su ya larga trayectoria. Dos de ellos deberían constar como referencias ineludibles para cualquiera que quiera dedicarse a ese oficio.

¿Mintió el fotógrafo Javier Bauluz cuando sesgó deliberadamente un encuadre para trasladar la impresión de una cruel indiferencia general frente al drama de la inmigración? Desde su punto de vista, obviamente no mintió, pero sólo porque, como ocurre en gran parte del periodismo actual, consideró que existe una verdad superior, de tipo estrictamente ideológico, a la que no sólo se puede, sino que se debe sacrificar la verdad en sentido estricto.

Este tipo de verdad es, en realidad, muy útil, porque exime al periodista de tener que trabajar. Quien cree en ella, como vemos en esos espacios en los que los profesionales del periodismo son reducidos, de forma más o menos voluntaria, a la condición de esbirros, no necesita investigar, ni siquiera tiene que saber, puesto que ya sabe: la realidad, para el adepto a la verdad ideológica, viene ya perfectamente envasada y lista para su entrega.

«Tenemos un panorama periodístico dominado por la sumisión ideológica o por una pulsión banal de literaturización de la realidad, y al que se van incorporando nuevas hornadas de profesionales que exhiben por lo general un nivel de formación ciertamente preocupante»

El otro caso de relevancia, también incluido en el libro, fue la polémica con Javier Cercas, uno de nuestros literatos más reivindicables. Cercas ha construido toda su obra sobre las zonas de indefinición que se abren entre ficción y verdad. Ahora bien, esto, que en el plano estrictamente literario ofrece infinitas posibilidades y atractivos, se convierte en un lastre inaceptable cuando intenta trasladarse al mundo de los hechos, que es la fuente de la que, quiera o no, ha de beber el periodismo.

Es muy significativo a tal respecto que Jean-François Revel, creo recordar que en su libro de memorias, pusiera al diario El País como ejemplo internacional por antonomasia de confusión entre opinión e información.

Pues bien, en un panorama periodístico dominado, como decimos, por la sumisión ideológica o por una pulsión banal de literaturización de la realidad, y al que se van incorporando nuevas hornadas de profesionales que exhiben por lo general un nivel de formación ciertamente preocupante, el libro de Espada se alza como una especie de referencia de ejemplaridad. Uno podría pensar que sería un buen manual en las escuelas de periodismo si no fuera porque estas, en cierta forma, constituyen el origen del mal.

Por supuesto, se puede y se debe discrepar de Espada en algunas cuestiones importantes e, incluso, esenciales, de la misma forma que habrá también quien prefiera dedicar parte de su tiempo a odiarle (pero esa es también una de las utilidades que ofrece la inteligencia en el foro público: pone de manifiesto a los que carecen de ella), pero lo que nadie podrá negar es su capacidad para aportar una perspectiva casi siempre singular y esclarecedora en los asuntos públicos, así como para generar debates sobre temas sobre los que cada vez va resultando más cómodo callar.

Parafraseando a G. K. Chesterton podría decirse que, en una sociedad en la que el periodismo se ha convertido prácticamente en un lujo, libros como el de Espada terminan resultando una necesidad.

*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.