ARCADI ESPADA-EL MUNDO

Día a día va escribiéndose La Gran Crónica del Proceso. Será un prodigioso libro colectivo de literatura oral. Entre las repeticiones y las monotonías inevitables siempre acaban surgiendo muestras vigorosas del genio. Un policía cuenta la recomendación que le hizo un revolucionario al oído:

–Ahora, cuando llegues a casa, vas y le cuentas a tus hijos lo hijoputa que has sido.

Otro extrae de la memoria una escena costumbrista muy siglo XXI:

–Recuerdo una señora que le faltó el respeto al marido porque no nos ofrecía resistencia.

Y un tercero que deja un insulto redondo y nuevo:

–Invasores.

Si La Gran Crónica va a poder ultimarse será también por las reglas que la rigen. Es decir, por el hecho irrevocable de que este libro pertenece a un género inequívoco, que es el del relato judicial. Una costumbre de nuestro tiempo es la hibridez. Tiene buena fama. Sus practicantes, más que personas que no acatan las reglas, son personas que no conocen las reglas. Los géneros, desde luego, son incómodos. Pero cuando están bien ejecutados te llevan siempre a algún lugar. La hibridez, aunque esté bien ejecutada, siempre te lleva al limbo. En el género del juicio el objetivo es la verdad. No la llamada verdad judicial, como aceptan, rebajándose hasta el lodo, incluso muchos juristas. Sino la verdad, secamente considerada. Los hechos reales y no un relato basado en hechos reales.

Al margen del género, estricto, hay otra regla fundamental y es la autoridad. Dadas las características corales del relato la autoridad es imprescindible. Cada día se tienen muestras en el juicio de quién y cómo la ejerce. Y casi siempre las víctimas son los abogados. Lo son en este juicio y en todos los juicios. Dado que su misión no es que la verdad resplandezca –no es su misión, pero este es, paradójicamente, el efecto de su trabajo: como el palo atravesado prueba la fortaleza de la rueda– sus abusos suelen ser más frecuentes y deben ser más cuidadosamente vigilados. Cada día el juez Marchena protagoniza uno o dos lances con los abogados, con más o menos sobreactuación por su parte. Ayer se las vio con el abogadoSalellas a propósito de la insistencia de éste en preguntar al testigo por hechos no jurídicos, es decir, por hechos que en modo alguno podría juzgar un tribunal. Por ejemplo, los sentimientos de un policía respecto de un ciudadano herido: «Está perdiendo el tiempo y nos lo hace perder a nosotros», zanja abruptamente Marchena.

El juez tiene razón en este caso. No me parece que la tenga siempre. El juez también se aburre, se distrae, comete errores. Es naturalísimo. Pero lo fascinante es la naturaleza axiomática de su autoridad. Uno de mis momentos preferidos en estos lances es cuando le recuerda a cualquier abogado que no puede entrar en ningún debate jurídico con él sobre la pertinencia o no de una pregunta o sobre cualquier otro extremo del forcejeo jurídico. Su autoridad es hasta tal punto omnímoda que una mañana amenazó con expulsar de la Sala a alguien que estaba sonriéndose irónicamente. La sonrisa irónica, vino a decirle, es una muestra de desaprobación que la Sala no puede permitirse.

Esta autoridad se observa con gran melancolía desde fuera. Ni siquiera en los Ejércitos, y ya no hablemos en las Iglesias, la autoridad tiene un carácter tan incuestionable. Respecto a lo que nos interesa –la emergencia de la verdad– la autoridad es, sobre todo, un camino a la eficacia. Alguna de las decisiones tomadas por Marchena sobre la marcha serán discutibles. Y algunas pocas, incluso arbitrarias. Pero la nocividad que eso supone en el desarrollo del juicio es incomparablemente menor que si en la Sala rigiera el régimen semi asambleario que rige en casi todos los órdenes de la vida exterior. La autoridad es fuente de alguna injusticia. Pero la vida en asamblea permanente es una ruina.