ABC-IGNACIO CAMACHO
Iglesias se ha retratado como un ingenuo capaz de tomar en serio a un político que sólo cuando miente es sincero
EN los últimos meses de su mandato, y sobre todo a partir del conflicto catalán, Mariano Rajoy estableció una línea de contacto fluido con Pedro Sánchez. Y estaba encantado: a menudo ponderaba en privado el sentido de Estado del líder socialista, contraponiéndolo al de un Albert Rivera al que consideraba un tarambana. Por esas fechas, Sánchez acariciaba el puñal de la moción de censura que le acabaría clavando por la espalda. Quizá haya sido la única persona capaz de engañar al taimado político de Pontevedra, hazaña mayúscula que por ejemplo nunca logró con Rubalcaba. Pero desde que llegó al poder ha demostrado que es imposible confiar en su palabra: se cuentan por decenas las veces que ha dicho una cosa y ha hecho (a menudo incluso también diciéndola) su contraria.
Por eso cuando Pablo Iglesias afirma sentirse embaucado sólo está delatando su propia confusión entre la realidad y sus deseos. No es difícil creer que el presidente le dijera que estaba dispuesto a formar con él un Gobierno; lo raro, o lo que demuestra su inmadurez, es que lo tomase en serio. Aun así, allá por julio hubo un momento en que durante aquella turbia negociación de trileros estuvo sobre la mesa una oferta con una vicepresidencia y tres ministerios; Iglesias la rechazó, en un ataque de altanería, y ahora le resulta difícil digerir ese error manifiesto. Pudo tratarse de un farol pero si lo hubiera aceptado –«no lo merezco pero lo trinco», solía decir Di Stefano cuando le daban un premio–, los viernes se sentarían en el Consejo cuatro dirigentes de Podemos. El país salió ganando, a fin de cuentas, y ellos perdiendo pero hay que ser un tipo ciertamente soberbio para que cuando alguien te ofrece medio gabinete, o aunque se trate de un tercio, pedirle que además sea sincero. Sánchez sólo lo es cuando miente; la verdad la usa como herramienta ocasional para despistar a los ingenuos.
Ninguno de los dos es un dechado de franqueza, pero ambos deberían saber que lo que digan en esta campaña va a tener consecuencias. Los ciudadanos ya no toleran que sus representantes se crucen toda clase de reproches y después pretendan hacer borrón y cuenta nueva. Están hartos de cháchara de coyuntura o de conveniencia y las redes sociales son una implacable hemeroteca. A la gente no le importa la tranquilidad con que el presidente duerma, pero si afirma que la coalición le quita el sueño está formulando una promesa. Y por mucho que las circunstancias cambien con los resultados, un candidato decente está ahora obligado a mantenerla. El prestigio menguante de la política, su pésima reputación como actividad sin nobleza, tiene mucho que ver con la reducción del discurso público a mera logomaquia hueca. Y nada provoca más indiferencia que la cínica convicción de que las ofertas electorales sólo vinculan a aquellos que se las crean. Merecemos –¿recuerdan?– un Gobierno que no nos mienta.