Cuando Dwight Eisenhower se despidió por televisión de sus compatriotas, tras ocho años seguidos de presidirlos, mencionó que «por cada antigua pizarra hay ahora cientos de nuevos ordenadores electrónicos». Celebraba, pues, el paso a la modernidad. Hacía apenas cinco años que se había acuñado el término ‘inteligencia artificial’, que ha dado lugar a la imparable sociedad digital. Y no hacía tres que se había fundado la NASA. Era 1961 y John Kennedy acababa de ganar las elecciones.
No encuentro en aquellas palabras lo que los griegos llamaban pleonexía: la codicia y el pueril deseo de tener más que los demás, algo habitual en los discursos políticos. Sino, simplemente, el deseo de superarse. Cuarenta años antes, el joven doctor Marañón lamentaba desde Alemania que los estudiantes españoles fuesen a unos laboratorios donde no aprendían nada y acabaran por aburrirse de los asuntos científicos de forma irremediable: «Todo esto hay que cambiarlo y yo creo que, entre unos pocos, podemos hacer mucho». No presumía que fueran a hacerlo ‘todo’, como es costumbre en los políticos. No se conquistó Zamora en una hora.
Ayer como hoy, nuestros males son circunstanciales. Es preferible no jugar acomplejado y alejarse tanto del derrotismo como del conformismo, siempre inoperantes. Quien quiera elevar el nivel intelectual y el ambiente moral de su entorno debe hacerse cargo de sus problemas, hacer lo que hay que hacer y tener la difícil paciencia de esperar lo improbable. Para todo lo cual Ramón y Cajal veía fundamental instalarse en el espíritu de innovación, con un trato llano y cordial. Y «descubrir en lo que se ve la verdad de lo que es».