ÁNGELES ESCRIVÁ, EL MUNDO 31/03/13
· En el momento de ser detenido, en aquella mañana de mayo de 2008, Xabier López Peña, alias Thierry, constituía la metáfora más exacta de lo que ETA era en aquellos momentos. Simplemente no era nadie. Lo cual no significa que no fuera una de las caras de la amargura causada a tantas víctimas. Aquel tipo fondón, con la cara hinchada y roja, y los ojos desorbitados, cuya imagen se encontraba a años luz de los míticos gudaris cuya leyenda habían tratado de usurpar los terroristas y que gritaba a la cámara como si no creyera lo que le estaba ocurriendo, era la personificación de la banda terrorista.
Thierry era conocido entre los ambientes abertzales como una especie de utilero sin entidad, el tipo de quinta división en la jerarquía de la banda que, cuando la mandaban sujetos como ‘Josu Ternera’ o ‘Pakito’ o ‘Anzta’, se dedicaba a tener la contabilidad de los zulos que había y poco más. Fue el demoledor trabajo de las Fuerzas de Seguridad el único que posibilitó que este terrorista pudiera acceder a la dirección del aparato político de ETA, cuando su capacidad operativa se encontraba ya tan esquilmada que sólo militantes como él a los que no se les tenía ningún respeto interno o jóvenes sin escrúpulos como ‘Txeroki’ pudieron alcanzar la cumbre en la jerarquía de aquella fábrica de terror.
Para hacerse una idea de cuál era la situación, qué tipo de organización era ETA ya desde 2004-2005, basta conocer cómo actuó López Peña en los años en que tuvo algún tipo de responsabilidad, al menos teórica. Poco antes del atentado contra la T-4 de Barajas, en el que fueron asesinados los ciudadanos ecuatorianos Estacio y Palate, Thierry estuvo reunido con Jesús Eguiguren, el presidente del PSE, uno de los enviados del Gobierno. Llevaban poco tiempo reunidos cuando Thierry -representante étnico, según su interlocutor, de esos tipos que lo arreglan todo a base de txikitos en el País Vasco- ya se encontraba prácticamente borracho. «Si se rompen las negociaciones, pasarás toda tu vida en prisión», le dijo Eguiguren. «Si se rompen, ya puedes ir comprándote corbatas negras para ir enterrando a los compañeros tuyos que vamos a matar», le respondió el matón que ya en su día había participado en la orden de asesinar a Joseba Pagazaurtundua.
Eso no fue óbice para que, en esa especie de sentimiento bipolar que se adueñaba de él (léase de la banda), no sintiese momentos de debilidad en los que le decía, medio llorando, al dirigente socialista: «¿Por qué no nos arreglamos, si todos somos hermanos?». Ni fue óbice para que fríamente le ofreciese acabar con la resistencia radical al Tren de Alta Velocidad a cambio de repartirse las posibles comisiones o beneficios económicos que pudiesen salir de esa obra.
Quince días después de que los miembros de los servicios secretos suizos fuesen testigo de esa penosa conversación de madrugada en un hotel ginebrino, estallaba el coche bomba de la T-4. Se le atribuyó a Thierry la decisión de romper de ese modo las conversaciones. Pero eso no fue cierto o no lo fue del todo. Primero, porque los etarras estaban convencidos, como así fue, de que iba a aplicarse el sistema irlandés por el que un atentado no acababa con todas las posibilidades de negociación. Y segundo, porque, dos meses antes, Txeroki, el jefe del aparato militar, había enviado un comando a Burgos para que hiciese estallar los edificios judiciales. El único motivo por el que los etarras no lo hicieron no fue político: simplemente no encontraron el objetivo. Eso era ya entonces ETA. En realidad, Txeroki y sus huestes procedentes de la violencia callejera llevaban desde junio de 2006, apenas un par de meses después de iniciada la tregua, con ganas de cargársela y Thierry no pudo hacer nada. Algunos expertos de las Fuerzas de Seguridad llegaron a pensar que su verdadera intención, cuando estaba de buenas, había sido advertir a los del Gobierno que los otros eran peores que él.
Guerra interna
Una vez fracasaron las negociaciones, en 2007-2008, Thierry y Txeroki se enzarzaron en una guerra interna. Se abrieron juicios sumarísimos mutuos. Thierry cegó el acceso de Txeroki a los zulos y al dinero y Txeroki le llamó «imbécil» e «inútil». Fue todo en Burdeos y los veteranos de ETA se escandalizaron tanto que el que fuera secretario general de LAB, Rafa Díez Usabiaga, en una carta a la periodista Teresa Toda, también en prisión, decía: «Lo que ha pasado es de traca. No me lo imaginaba ni por el forro, es vergonzoso y para meterlo en un paréntesis en la historia de la empresa [ETA]».
Pero el error más grave que cometieron estos terroristas acorralados fue moverse para buscar apoyos entre los suyos. Ahí los detectaron las Fuerzas de Seguridad a todos. Primero cayó Thierry -el más moderado, decían-, pero después lo hicieron por esa falta de disciplina, torpeza y la incompetencia de una ETA operativamente esquilmada Txeroki, Aitzol Iriondo y ‘Ata’.
Ese grupo fue el punto de inflexión. Cuando Ata fue arrestado, los altos mandos de la Guardia Civil supieron que era el último jefe importante por detener. El brazo político de la organización se vio obligado a evolucionar para no verse arrastrado por el desastre de la cúpula de ETA y apostó por los métodos no violentos. Ese fue Thierry y sus circunstancias. Ese fue el periodo agónico de la organización.
ÁNGELES ESCRIVÁ, EL MUNDO 31/03/13