La realidad ha demostrado ser mucho más sencilla que la fantasía de que el final de procesos violentos exige la aceptación de un empate entre los actores. El IRA sólo comenzó a desarmarse ante la presión ejercida por los gobiernos británico, irlandés y estadounidense, y esto llegó a pesar de no haber logrado este grupo ningún objetivo, sino precisamente por ello.
En ocasiones organizaciones terroristas como ETA y el IRA no son consideradas como tales, sino casi como una suerte de ONG de derechos humanos. A pesar de la evidente y dolorosa crueldad de sus actos, a menudo se ignoran las conclusiones que de los mismos se derivan y que deberían condicionar el tratamiento que dichos grupos y los partidos afines a ellos habrían de recibir por parte de otros actores políticos y sociales. Recientes acontecimientos en Irlanda del Norte y el País Vasco han puesto de relieve dinámicas de ese tipo con las que bajo el pretexto de la búsqueda de la paz y la supuesta ambición de la resolución de los conflictos se intentan consolidar esquemas que eluden la realidad en torno al terrorismo.
Por un lado, Irlanda del Norte ha asistido a la enésima escenificación del fracaso por restablecer el Gobierno autónomo de la región suspendido en octubre de 2002. Es significativo que todavía algunos observadores asuman sin crítica la interpretación que de esta cuestión proponen el IRA y Sinn Fein. Sorprendente debería resultar que algunas personas entiendan como normal que una sociedad democrática deba aceptar el chantaje que un grupo terrorista impone al exigir que no se le demande la entrega de sus armas. Ello demuestra el éxito de ambas formaciones a la hora de convencer a ciertos sectores de opinión de que dicha exigencia resulta poco realista además de contraproducente para el avance del proceso de paz. Quienes califican como absurda la necesidad de fotografiar el desarme asumen erróneamente la buena voluntad de una organización terrorista para la que la paz tiene un particular significado. Cierto es que no parece probable que el IRA reanude una campaña terrorista como la que protagonizó durante décadas, pero tampoco ha renunciado a explotar para sus propios fines instrumentos como el de su desarme.
En 1992, Danny Morrison, un destacado dirigente del IRA y de Sinn Fein, planteaba que la violencia mantenía unidos a sus enemigos, esto es, los unionistas, y sugería que si el terrorismo cesaba, entonces los republicanos podrían manipular el proceso posterior ante las dudas que surgirían sobre su gestión, provocando así la división de los protestantes. Ese mismo escenario es el que ha perseguido Sinn Fein y en el que debe enmarcarse la negativa del IRA a completar su desarme, compaginada ésta con abundantes promesas incumplidas por parte de sus portavoces. En este sentido resultaba significativo contrastar las declaraciones de Gerry Adams asegurando que jamás había aceptado el IRA que se fotografiase la entrega de armas con la admisión de todo lo contrario ofrecida por un representante del grupo terrorista al que citaba la Comisión de Desarme, tal y como se recogía en el informe de los gobiernos británico e irlandés sobre el tema.
Si Ian Paisley es hoy el político unionista que cuenta con un mayor respaldo de la comunidad unionista, lo es en gran medida gracias a esas mentiras del IRA que acabaron por destrozar el liderazgo de David Trimble. A lo largo de los últimos años, Gerry Adams ha prometido en numerosas ocasiones un desarme total que no ha llegado y del que injustamente se ha responsabilizado a los unionistas. Cuando surgían voces que replicaban que lo verdaderamente perjudicial para la paz era asumir como imprescindible que no todos los actores respetaran las mismas reglas democráticas al reclamar que el uso de la violencia reportara beneficios de los que los auténticos demócratas no disfrutaban, se enfrentaban con frecuencia a la crítica de quienes les acusaban de obstaculizar el camino de la paz. Como consecuencia de esa visión, la ruptura del alto el fuego del IRA en 1996 fue interpretada por ciertos políticos y medios de comunicación como la responsabilidad del primer ministro británico del momento, John Major, coincidiendo de ese modo con la propia interpretación del grupo realmente responsable de reanudar el terrorismo. «La mala fe de los británicos y la intransigencia de los unionistas norirlandeses», términos acuñados por el IRA entonces, sirvieron para que incluso desde el País Vasco diversas voces hayan explicado el proceso de paz tal y como la propia organización terrorista lo ha hecho.
Hay quienes han defendido como necesaria esa retórica al entender que de ese modo se facilitaba la transición del terrorismo a la política. Ello ha llevado por extensión a considerar al IRA como una bienintencionada organización ávida de encontrar la paz y necesitada de colaboración por parte del Estado en tan encomiable tarea. De ese modo se ha exigido ‘valentía’ para que el Estado llevase a cabo concesiones al IRA que teóricamente deberían ser respondidas con gestos por parte del grupo terrorista. No es difícil encontrar comportamientos similares en el ámbito vasco, donde el mes pasado tres socialistas guipuzcoanos exigieron al presidente del Gobierno «valentía» y «asumir algún riesgo para ganar la libertad». Lo hacían antes de hacerse pública la propuesta de Anoeta que, con la falsa apariencia de un nuevo lenguaje pero sin desmarcarse realmente de ETA, pretendía reparar la deteriorada imagen de una marginada Batasuna mediante engañosas expectativas. Precisamente por ello estos socialistas favorecían en cierta medida los intereses del brazo político de la organización terrorista, como sugería la acertada valoración que de la propuesta abertzale hacía el presidente del Senado, Javier Rojo: «Nos tratan de confundir, engañar y mentir y ante eso debemos seguir haciendo lo que hacemos, defender el Estado de Derecho, el ordenamiento jurídico en los términos en los que lo planteamos y la unidad de acción de los demócratas».
En una línea semejante en las páginas de este diario un grupo de profesores de la Universidad del País Vasco señalaba que «Sería deseable que el conjunto de ‘quienes corresponda’ hiciesen algo a partir de lo cual ETA pueda plantear un discurso en el que otorgue sentido tanto a su pasado como al cese de su actividad». Esas pretensiones recuerdan a las denominadas ‘coreografías’ con las que en Irlanda del Norte se ha intentado infructuosamente avanzar hacia el desarme total del IRA. Es éste un término profusamente utilizado por numerosos observadores ensimismados con teorizar sobre resolución de conflictos y que han encontrado en Irlanda del Norte un terreno especialmente fértil para sus elucubraciones. Cada una de esas fracasadas coreografías se sostenía en movimientos consecutivos encaminados a presentar las renuncias realizadas por el grupo terrorista como parte de un esquema general en el que supuestamente otros también realizaban concesiones. De esa manera se esperaba que los dirigentes terroristas asimilaran mejor su derrota facilitándoles ante su base la presentación de semejantes sacrificios.
Sin embargo la realidad ha demostrado ser mucho más sencilla que las fantasías metodológicas de quienes durante años han venido propugnando que el final de procesos violentos como el de Irlanda del Norte exigía la aceptación de una suerte de empate entre los actores involucrados así como que ciertas exigencias a los terroristas no debían considerarse como realistas. La experiencia demuestra que el IRA sólo comenzó a desarmarse ante la presión ejercida por los gobiernos británico, irlandés y estadounidense y que el final de su violencia llegó a pesar de no haber logrado este grupo ninguno de sus objetivos, sino precisamente por ello. Así pues, la derrota del IRA ha constituido el principal incentivo para relegar la violencia, al igual que ha ocurrido con los seis presos etarras que, tras reconocer el fracaso de ETA, han abogado por interrumpir el terrorismo pese a no haber recibido contraprestaciones políticas a cambio.
Curiosamente, los términos de ‘derrota’ y ‘victoria’ que Paisley reivindica para dar fe del desarme del IRA son los que PNV, EA e IU han rechazado para la reconciliación en el contexto vasco, como expresaban en un texto remitido al Parlamento. Imposible parece que dicha reconciliación pueda alcanzarse sin justicia y reparación para las víctimas, condiciones que inevitablemente exigen que se enfatice la derrota de quienes han perpetrado el terrorismo. A propósito de estas cuestiones, oportuno parece recordar que no fue el unionista Paisley quien habló inicialmente de humillación, sino el dirigente de Sinn Fein Mitchel McLaughlin al rechazar las fotografías del desarme.
Éstas no constituirían en sí mismas una humillación sino una prueba que aportaría fiabilidad a un proceso del que resulta imposible que el IRA no salga humillado, como su balance de resultados demuestra: ha asesinado a cientos de personas, no ha conseguido una Irlanda unida ni la retirada británica de Irlanda del Norte, habiendo profundizado su violencia las divisiones de la sociedad norirlandesa, de manera que el significativo porcentaje de protestantes que en 1968 se consideraban irlandeses hoy no dudan en definirse como británicos haciendo más improbable la unificación del territorio y la reconciliación. El veredicto de una reciente encuesta de opinión confirmaba dicha humillación al constatar la indiferencia de la sociedad ante los agravios declarados por el IRA. En dicha consulta, un 66% de protestantes norirlandeses indicaban que no querían la devolución de competencias de Londres a la Asamblea autonómica, sin que tampoco les importara que la autonomía no volviera a restablecerse. Esta misma era la opinión de la mitad de los católicos norirlandeses corroborando así que para esta sociedad lo verdaderamente relevante es la desaparición de la violencia aunque continúen bajo un sistema de gobierno sin ni siquiera una mínima autonomía.
Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos.
Rogelio Alonso, EL CORREO, 17/12/2004