Ignacio Camacho-ABC
- El vínculo entre realidad y lenguaje ha sido abolido en España bajo la implantación del estado de propaganda
La víspera del anuncio del relevo de Salvador Illa, que ya tenía decidido y acordado, Pedro Sánchez negó con énfasis la posibilidad de una crisis de Gobierno durante su «Aló presidente» de fin de año. Podía haber eludido la respuesta con una larga cambiada, con cualquier formulismo abstracto de esos que los políticos utilizan para salir del paso. Nadie se lo habría reprochado porque esa clase de decisiones nunca se comunican con adelanto. Prefirió mentir. Por pura inercia, por reflejo instantáneo, por vicio, por hábito. La rutina del engaño propia de un hombre cuya palabra no se sostiene ni siquiera un rato y no sólo es consciente de ello sino que carece de interés en disimularlo. A tal punto es así que hasta podría resultar una injusticia tacharlo de embustero; esa relación inadaptada o antagónica con la verdad forma parte de su ser auténtico, de su condición natural, de su temperamento congénito. Somos los demás los que no entendemos que sólo cuando miente es realmente sincero.
De este modo, la carga de responsabilidad de sus mentiras recae de modo exclusivo sobre quienes se las crean, sobre esos ciudadanos de mentalidad añeja aferrados a la idea de que el liderazgo requiere credibilidad, confianza, certezas. Gente que no se da cuenta de que el presidente ha introducido una innovación capital en la política posmoderna: la de abolir, como Humpty Dumpty, cualquier vínculo entre la realidad y el lenguaje, y entre la práctica y la ética, por el sencillo procedimiento de despojar a los significantes de toda trascendencia. Privado de valor semántico y de correspondencia con percepciones concretas, el discurso se vuelve mera verborrea, pasatiempo, logomaquia hueca. Y así el gobernante que falsifica un doctorado, contradice sus promesas, enchufa a sus amigos, pacta con los herederos de ETA u oculta a la nación las víctimas de una pandemia puede permitirse, por ejemplo, anunciar con gran prosopopeya una ley para que la Corona se someta a estrictas reglas de… ejemplaridad y transparencia. O declarar sin problema de conciencia su lealtad a la Constitución que está alterando por la puerta trasera.
Hay sin embargo una parte de la sociedad, apegada a conceptos antiguos, que todavía no ha comprendido la nueva pauta de estilo que rige bajo la égida del populismo. Y o bien se escandaliza de la incongruencia del sanchismo o le concede a la prédica presidencial la trasnochada entidad de un compromiso, quizá por la necesidad humana de atenerse a algún tipo de mecanismo mental objetivo. Ninguna de las actitudes es ya válida, ni cualquier otra que prime la esencia sobre la circunstancia. Para captar la realidad actual de España no basta siquiera la técnica valleinclaniana de la deformación sistemática. Simplemente, hay que entender que la verdad como categoría intelectual ha quedado derogada y en su lugar se ha implantado el estado de propaganda.