Editorial-El Correo
Es una injusticia histórica que dirigentes de ETA sin cuyas órdenes no se habrían cometido atentados terroristas hayan eludido sus responsabilidades penales por ellos. Entre otros factores, lo ha posibilitado la ley del silencio por la que los miembros de la banda han evitado apuntar a los superiores que les señalaron objetivos. Una norma rota por dos arrepentidos que desde hace un año colaboran con la Audiencia Nacional y han prestado una declaración que afecta a ocho sumarios y a una docena de jefes de la organización. Es posible que, como sostiene la Fiscalía con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, los tribunales decidan que esas causas han prescrito por el largo tiempo transcurrido. Aun así, el paso de ambos testigos protegidos, excepcional en un entorno etarra que pretende blanquear su sanguinaria trayectoria, arroja luz sobre una violencia que nunca tuvo razón de ser y que todavía se resiste a condenar la izquierda abertzale, y alimenta la esperanza de que nuevos testimonios ayuden a esclarecer los más de 300 crímenes de ETA sin resolver. Aunque sea tarde para hacer justicia, no lo es para que las familias de las víctimas vean reconocido su derecho a saber la verdad.