ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 06/11/16
· Mi liberada: Al nuevo libro de Harari, Homo Deus, le sobran bastantes páginas triviales y le falta tiempo. Todo lo que toca es nuevo, es difícil y es importante y no puede resolverse con ocurrencias. Los libros buenos como el pan necesitan reposo para subir y este no ha tenido el suficiente. Es probable que el éxito singular de Sapiens y los compromisos editoriales que se derivan del éxito hayan tenido que ver. Pero Harari es un notable escritor, que razona sobre la humanidad en términos interdisciplinares, generalistas; completamente moderno, pero tocado a veces por la gracia, perspicacia y el riesgo polémico de un Montaigne. Hace mucho que quería leer, por poner un ejemplo especialmente afortunado, un párrafo como este. ¡Aunque al leerlo ahora maldiga el no haberlo escrito!: «Los cruzados medievales creían que Dios y el cielo daban sentido a sus vidas. Los liberales modernos creen que las decisiones libres de los individuos dan sentido a la vida.
Tanto los unos como los otros se engañan. (…) De hecho, incluso Richard Dawkins, Steven Pinker y los otros campeones de la nueva concepción científica del mundo se niegan a abandonar el liberalismo. Después de dedicar cientos de páginas eruditas a deconstruir el yo y el libre albedrío, ejecutan impresionantes volteretas intelectuales que milagrosamente los hacen aterrizar en el siglo XVIII, como si todos los asombrosos descubrimientos de la biología evolutiva y de la neurociencia no tuvieran la menor relación con las ideas éticas y políticas de Locke, Rousseau y Thomas Jefferson».
Quizá la cita requiera algunas precisiones. La primera, el uso de la palabra liberalismo, que aquí no responde exactamente al sentido izquierdista que adopta en América ni tampoco al clásico europeo, sino más bien al humanismo desarrollado a partir de la Ilustración. Y cabe puntualizar también que ni la biología ni la neurociencia han hecho descubrimientos taxativos respecto o no de la existencia del libre albedrío.
Más bien se trata de un acoso incesante y multilateral que pone al borde la evidencia fáctica las veteranísimas dudas filosóficas sobre la posibilidad de que la conducta del hombre se base en su libertad (y su responsabilidad) de elección: cuando se descubre que el crecimiento de un tumor convierte en pederasta a un buen padre de familia, la libertad, descrita en este claro párrafo del biólogo Jerry A. Coyne que tantas veces te he citado, amenaza con reducirse a una palabra hueca: «Una prueba práctica de libre albedrío sería esta: si te pusieran en la misma posición dos veces –si la cinta de tu vida pudiera rebobinarse hasta el momento exacto en que tomaste una decisión, en las mismas circunstancias que te llevaron a ese momento y con todas las moléculas alineadas en el universo de la misma manera– podrías haber elegido de forma distinta». Pues bien, no. No parece que, con independencia de lo que ahora pienses sobre esa decisión, pudieras haber tomado entonces una decisión distinta.
Las consecuencias de vivir en un mundo que hubiese aceptado la inexistencia de la libertad son trascendentales y no solo dramáticas. El mismo Coyne remarca que cuestionar la voluntariedad de los comportamientos indeseables podría conducir a una convivencia más benévola y empática. No es difícil imaginarlo. Pero, como resulta obvio, la impugnación frontal de la libertad tendría unas consecuencias devastadoras en el orden ético y estético que gobierna este tiempo humano.
Ahora bien: ¿los campeones de la nueva concepción científica de la vida deberían rehuir el debate sobre esas consecuencias y obviar el diseño mental de un mundo basado en conocimientos que parecen irrevocables? El miércoles pasé un buen rato tenso y agradable hablando de este asunto con uno de esos campeones, Michael Shermer, el director de Skeptic, invitado a Barcelona por Euromind, ese foro que impulsa mi amiga y diputada europea Teresa Giménez-Barbat. Shermer publicó el año pasado The Moral Arc, un libro que detalla las múltiples razones por las que cabe hablar del progreso moral. Entre el progreso moral y el libre albedrío se establece una relación interesante en cuanto alguien se muestra convencido de que existe el primero y de que no existe el segundo.
Es decir, descartada la existencia de la libertad y la responsabilidad, ¿qué misteriosa fuerza empuja al progreso moral? Probablemente la respuesta es de una gran violencia paradójica: una decisiva fuerza motriz del progreso es la creencia en la libertad y la responsabilidad. Pero se trata de una respuesta basada en una ficción parecida a la ficción religiosa. Incluso mucho más incómoda de sostener por un científico. Al fin y al cabo, un escéptico debe contentarse con que la existencia de dios no está probada. Sin embargo, y respecto al libre albedrío, tal vez deba reconocer algo más duro: es su inexistencia la que parece probada.
De ahí la incómoda relación que Shermer y otros campeones mantienen con la posibilidad de que la libertad no exista. Me habría gustado que Shermer, impulsor infatigable y temible de innumerables cruzadas contra la pseudociencia en todas sus versiones, se hubiera mostrado en la conversación como uno de esos capellanes cínicos, convencido a partes apasionadas e iguales de que dios no existe pero nos resulta imprescindible. Por el contrario casi eligió la teología, que es como elegir la tinta del calamar: la libertad existe porque existe la libertad, vino a decir.
La posición de los campeones se hace aún más difícil cuando se piensa que la mayoría de ellos, y Shermer entre los primeros, han sido beligerantes contra la religión e incluso contra la concepción (etimológica) de la religión como un pegamento social que ha influido decisivamente en el progreso de la especie. Shermer subrayaba satisfecho que las sociedades nórdicas han prescindido, casi absolutamente, de dios; y no solo el mundo sigue andando, sino que son esas sociedades, precisamente, las que se ponen en el escaparate de lo mejor de la aventura humana. Por lo tanto, si la muerte de dios no ha destruido el mundo, ¿por qué habría de hacerlo la muerte de la libertad y la responsabilidad? Entre los episodios más decepcionantes del debate cultural está la sospecha de que un científico esté pensando y actuando como un político convencional, menos preocupado por la verdad que por el orden. Mucho más cuando entre los retos más urgentes de la política, y en el propósito nuclear de Euromind, está la necesidad de que las decisiones políticas se basen en las evidencias científicas. Y no a la inversa. Y no a la inversa.
Sigue ciega tu camino.
ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 06/11/16