Ignacio Camacho-ABC

  • En la comarca arrasada se lucha simplemente por la vida: en los centros de poder, por el relato de las culpas políticas

Qué poco importa en esa Valencia devastada que Trump haya ganado las elecciones, que el Supremo haya procesado a Ábalos, que el Gobierno esté a punto de cargarse la mutua sanitaria de los funcionarios. Qué poco importa la actualidad convencional cuando apenas hay luz, ni internet, ni agua potable ni víveres cotidianos. Importa encontrar a los desaparecidos, importa sobrevivir entre el barro, importa saber cuándo se despejarán las carreteras o se reconstruirán las infraestructuras dañadas (‘spoiler’: va para largo), importa que las ayudas prometidas no lleguen con retraso. Y en segundo plano, como un mar de fondo, resuena entre esas gentes afligidas la porfía por la atribución de responsabilidades a la que se ha entregado impenitente, irredenta, una clase dirigente incapaz de abstraerse de la confrontación partidista. En las localidades arrasadas se lucha, simplemente, por la vida: en la capital de la nación y en la de autonomía se libra la batalla de las culpas políticas.

Lo más probable es que nadie salga bien parado de ese cruce de mensajes y avisos –¡¡por email!! ¿es que no había teléfonos a mano?– previo a la tardía alarma lanzada cuando la riada mortal ya iba rambla abajo. Tantos comités de crisis, centros de coordinación (?), agencias de meteorología, observadores hidrográficos, tanto aparato de prevención nacional y regional bloqueado ante la inminencia del caos. Que si unos no advirtieron a tiempo, que si los otros no escucharon, que si todos miraban al río y la presa sin apercibirse del desbordamiento del barranco. El Estado exculpatorio, gran hallazgo semántico de Rafa Latorre, con el motor a todo trapo. Pero a toro pasado. En un empeño justificativo que esconde la voluntad de cargar el desenlace dramático sobre las espaldas del adversario. Serán los jueces, llegado el caso, los encargados de dilucidar quién o quiénes deben asumir los fallos. Pero la política no espera; necesita ganar cuanto antes el dichoso ‘relato’.

Da mucha grima constatar la clase de prioridades y de cálculos que impera entre los agentes públicos en una crisis como ésta. Pero así son las cosas porque la nomenclatura sabe que cuando vuelva una (relativa) normalidad habrá consecuencias. Que siempre sobreviene una catarsis después de una tragedia. Al Gobierno le explotó la de la pandemia en el Madrid de Ayuso y ahora trata de librarse como pueda, y de cobrarse de paso la cabeza de un Mazón tan visiblemente abrumado por la demora en la alerta como escaso de recursos de autodefensa. La campaña propagandística ha empezado con pinta de evidente desproporción de fuerzas aunque a Sánchez le va a costar sacudirse la impronta de absentismo cesarista –«que lo pidan»– y aún más revertir la penosa imagen de su fuga a la carrera. Y nunca más podrá utilizar el sintagma de la máquina de fango sin que le rebote una espesa, oprobiosa corriente de vergüenza ajena.