Irene González-Vozpópuli
- La sociedad ‘abertzale’ no se cuestiona nada, es un colectivo obediente que asume y repite respuestas enlatadas que no suenan a razonamiento sino a consigna.
Tras las declaraciones de enaltecimiento al terrorismo etarra del sacerdote de Lemona en el documental de Iñaki Arteta, Bajo el silencio, la diócesis de Bilbao salió a condenar esas atroces palabras desmarcándose de ellas. En días posteriores, el párroco nacionalista -digno heredero de monseñor Setién, que justificó de forma inequívoca y reiterada la ‘lucha armada de la ETA‘ enmarcándola en una ‘guerra entre bandos’- balbuceó una promesa de silencio más que una disculpa. ¿Cómo se retracta alguien de lo que piensa y expresa con naturalidad, como que “le revienta la palabra terrorista porque era la natural reacción a una represión”? Por muy asqueados que se hayan sentido con la crueldad del sacerdote, que sin ser generalizada no es en absoluto minoritaria, hay otro testimonio que me ha producido un mayor nudo en el estómago. Ese nudo que se forma cuando palpas el odio estando indefensa y expuesta a él, el fanatismo del director de la ikastola.
El documental es como abrir una ventana al mundo abertzale y sentarte a escuchar. Una sociedad victimizada, infantilizada y llorica que utiliza los más inverosímiles motivos y mentiras para justificar lo injustificable, la violencia y exclusión de todo lo relacionado con “lo español, lo de fuera”. Una sociedad que entiende la violencia como respuesta natural a su frustración, producto del odio transmitido en la familia, regado en la ikastola y celebrado en la calle. La llama nacionalista desencadenante, dijo el clérigo. Una sociedad que sistemáticamente justifica el terrorismo con victimismo, es una sociedad enferma. Esta es la verdadera ‘singularidad vasca’ y no la que se reivindica desde inexplicablemente todos los partidos políticos para justificar el trato privilegiado a su territorio.
El hecho de que ETA fuese una organización de corte marxista propició que algunos sectores de la izquierda española no se posicionasen en su contra, tampoco a favor, porque asumían esa culpabilidad de la víctima
La culpabilidad de la víctima de un atentado ha estado siempre fuera de toda discusión nacionalista. «Algo habrá hecho, se lo merecía”. “Sí, pero matar es pasarse”, se contestaba a veces. La cuestión no estaba en la destrucción de una sociedad alejándola de todo vestigio democrático donde se respeten los derechos humanos. La cuestión, para ellos, radicaba en si el asesinato era una respuesta excesiva o no para una víctima a la que el nacionalista veía y sigue viendo culpable. La culpabilidad de la víctima en caso de que ésta llevase uniforme era algo que incluso muchos asumían en el resto de España. El hecho de que ETA fuese una organización de corte marxista propició que algunos sectores de la izquierda no se posicionasen en contra, tampoco a favor, porque asumían esa culpabilidad de la víctima. No iba con ellos, no eran sus muertos.
El relato de victimización del ‘pueblo vasco’ es intelectual y moralmente insostenible. La sociedad abertzale no se cuestiona nada, es una sociedad obediente que asume y repite respuestas enlatadas que no suenan a razonamiento sino a consignas. Llama la atención que todos los jóvenes entrevistados conozcan el atentado de Carrero Blanco y no el de Miguel Ángel Blanco o el atentado contra la Casa Cuartel de Zaragoza. Cualquier mentira puede germinar en ese jardín. Justificaciones como “ETA surge en un contexto”, sí, en un fin de ciclo y en el posible inicio de una democracia; “Guerra Civil” o “prohibición del euskera con Franco”. Curioso que no se mencione la humillación y opresión por la industrialización franquista del norte del país en vez de en tierras extremeñas.
Agrupamiento de presos
Ahora el agravio que repiten los bilduetarras instagramerscon boina de sueldo público es la dispersión de presos. Aunque el ministro Grande-Marlaskaesté acercando a todos, no desaparecerá del imaginario colectivo hasta que no aparezca otra cosa. Reconozco que siempre me ha causado cierta gracia y sorpresa escuchar a un vasco quejarse por tener que conducir “todo un día de lluvia e ir muy lejos, saliendo del pueblo”. La victimización y equiparación llega a ser tan ridícula e hiriente que en el 2016 la asociación Etxerat, de familiares de presos condenados por terrorismo, solicitó que se reconociese la condición de ‘víctima del conflicto armado’ a los familiares que sufriesen un accidente de tráfico en los trayectos de sus visitas a prisión. Aún sigue siendo noticia en los diarios vascos cada vez que alguno tiene un pinchazo en la rueda. Las víctimas de verdad, los familiares de los asesinados por estos presos, también pueden tener accidentes en el camino al cementerio y no se quejan de la lluvia. Su preocupación es llegar y que la tumba no esté vandalizada, como la de Fernando Buesa este verano, y volver a su vida destrozada por un crimen atroz. Este es el nivel de inmoralidad y llantina quejumbrosa que hay detrás del “agravio” de la dispersión de presos.
Otro rasgo inequívoco de la construcción identitaria de la verdadera ‘singularidad vasca’ es el silencio impuesto por la violencia que se respira alrededor de la política. Su consecuencia más inmediata es la falta de pluralismo. Parece no importarle a nadie que en la Universidad del País Vasco no exista ni una sola asociación no nacionalista porque se dio una paliza casi de muerte al primer estudiante que lo intentó en su primera reunión. Esta es otra singularidad, un hecho diferencial incluso del nacionalismo en Cataluña, pues al menos allí sí existe una asociación constitucionalista con centenares de simpatizantes.
Su estancia en prisión les concedió beneficios laborales y sociales, raro es el etarra que no tiene un sueldo público en una fundación, universidad, ikastola, ayuntamiento o incluso en el Parlamento
Conocer ese tóxico ambiente en el que se desarrolla la mentalidad nacionalista explica que no se pueda hablar de integración de los terroristas en la vida pública, sino de continuidad. Jamás dejaron de pertenecer a la vida civil del pueblo o de su entorno. Más bien al revés. Su estancia en prisión les propició beneficios laborales y sociales. Raro es el etarra que no tiene un sueldo público en una fundación, universidad, ikastola, ayuntamiento o Parlamento.
Consideran que las víctimas son quienes no están integradas en la sociedad llegando a usar esta ruindad para justificar que se hayan marchado de allí mientras niegan la diáspora vasca. Se marcharon por el odio, por haber sido condenados a una muerte civil. Y ese odio sigue intacto ocupando mayor espacio tras haber sido expulsados, por exterminio, de la esfera pública personas no nacionalistas.
La previsible victoria de Bildu
Ya no están Goyo Ordóñez, Ernest Lluch, ni tantos otros. Fueron asesinados y con ellos lo que representaban, dejando paso franco a lo que defendían sus asesinos, un País Vasco homogéneo nacionalista casi independiente. Y cuando gane Bildu al PNV, será también socialista. Esa es la auténtica derrota de los demócratas en el País Vasco. Se venció policialmente, pero no políticamente. Ya no matan porque la violencia ya no les es útil, pero sí cumplió y fue esencial para alcanzar la hegemonía nacionalista sin ningún género de dudas. No para sus víctimas, claro, ni para los terroristas que han pasado 30 años en prisión. La verdadera pedagogía de la cárcel. Lamento que dichas condenas hayan sido la excepción y no la regla.
Por eso es tan importante no aceptar a Bildu como sujeto político hasta que no repudie la violencia de ETA. Interactuar con normalidad con quien ha llegado allí por una violencia que no condena, tras eliminar al adversario político, así como la libertad de expresar ideas distintas, es legitimar la violencia como elemento posible para acceder al poder. Esto no sólo humilla a los asesinados, es herir de muerte a la democracia.
Mentira tras mentira
He sufrido viendo el documental de Arteta Bajo el silencio. Demasiados recuerdos, pero también he disfrutado mucho. Ver el magnífico trabajo del periodista confrontando datos con el director de la ikastola, que parecía escucharlos por primera vez, sobre lo minoritaria que es la lengua vasca, “tesoro milenario y seña de identidad” -si es minoritaria, ¿cómo puede ser el signo de identidad vasca?-, o una obviedad sobre su relato victimista, como que en Guernica murieron menos personas que en el Holocausto nazi. Semejantes osadías le resultaron insoportables al docente vasco que empezó a supurar fanatismo arrugando la boca y el ceño mientras se revolvía en su sillón, tragando saliva y apretando las manos sin poder articular una consigna más. Siempre merece la pena contemplar ese maravilloso espectáculo que es la verdad de las cosas y que ha estado tantos años bajo el silencio.