Lo raro es que eso del «buen entierro» se suele mencionar con un sentido peyorativo, como ejemplo de hipocresía patria, cuando es probablemente uno de los rasgos civilizatorios que más ennoblece a los españoles. En España se suele respetar a los muertos aunque sólo sea porque han dejado de tocar los cojones. Y eso, un español lo aprecia y hasta lo admira. Y de ahí la frase «tanta paz lleve como descanso deja» (que es un «pelillos a la mar» de manual).
Pero eso era hasta ayer. El fin de Pablo Casado tuvo la virtud, si es que tuvo alguna, de demostrar que la nueva política no es sólo más frenética, más mentirosa, más mercadotécnica, más cortoplacista y más polarizadora que la vieja, sino también más inhumana.
Con su rival despidiéndose de la presidencia del PP, y probablemente también del Congreso de los Diputados, Pedro Sánchez, Gabriel Rufián, Ione Belarra e incluso alguna que otra diputada del PP escenificaron unos últimos desprecios gallináceos que dicen más, por supuesto, de su catadura moral que de la de Pablo Casado.
Uno, que no es casadista y que en esta crisis ha defendido puntos de vista casi más antigenovistas que ayusistas, habría preferido para Casado la vieja hipocresía en vez de esta novedosa y reluciente charca ética de la nueva política.
Pedro Sánchez tuvo dos gestos con Casado. El primero, humillante: «No vamos a convocar elecciones». Y es humillante porque sólo faltaría que tuviéramos que agradecerle al señor presidente que no pervierta la democracia aprovechándose del vacío de poder en su máximo rival en las urnas.
El segundo, extemporáneo, reprochándole una supuesta «descalificación constante», que es una manera bastante burda de que Casado se vaya para su casa con la etiqueta de algo que, desde luego, no es: un guerracivilista como los que engordan la nómina de socios del Gobierno.
Gabriel Rufián recordó que Pablo Casado «ha aplaudido barbaridades», lo que no deja de ser un halago viniendo del militante de un partido que se alzó contra la democracia (pero que sigue cobrando de ella).
Ione Belarra, por su parte, afirmó que el PP «es un peligro para la democracia» y que su obligación «como demócrata» es «mantenerles fuera del Gobierno». Una afirmación que sería bastante preocupante si Belarra fuera algo más en la política española que la ordenanza que carga con el bolso de Yolanda Díaz.
Pero donde el espectáculo de zafia miseria moral alcanzó cotas estratosféricas fue en el seno del propio PP. Sólo Ana Beltrán, Antonio González Terol y Pablo Montesinos, un hombre que jamás se calló en privado frente a Casado lo que iba a ocurrir si Génova le declaraba la guerra a Isabel Díaz Ayuso, estuvieron a la altura de las circunstancias.
Es llamativa la rapidez con la que algunos que el jueves pasado declaraban su eterna fidelidad a Casado se desmarcaron en cuanto empezaron a caer las fichas de dominó el viernes y, sobre todo, a partir de la manifestación del domingo. Mucho más digno habría sido, desde luego, callarse como una puerta desde el principio al final de la crisis.
Es posible que Casado esté pagando en kilos de soledad su obstinación en mantener a Teodoro García Egea al frente de la secretaria general y que parte del desprecio recibido en su propio partido tenga en realidad como destino al murciano. Pero más a mi favor, entonces.
En España se han despedido de la política durante los últimos años verdaderos peligros públicos. Políticos que sólo creían en la democracia como medio para un fin (la imposición de un régimen del que se excluya a la mitad de los españoles) y quizá el mayor ejemplo de ello sea Pablo Iglesias, un tipo que se fue del escenario repartiendo carnets de demócrata y que sigue repartiéndolos hoy desde algunos de los medios más mezquinos de los que existen en este país.
Ninguno de esos peligros públicos felizmente finiquitados recibió ni la mitad de desprecio que el que ha recibido Pablo Casado.
Los errores de Pablo Casado son tan evidentes que ni siquiera tiene mérito listarlos. El primero de ellos, rodearse de un equipo excesivamente amateur procedente de esa cantera de advenedizos del pasillismo que es Nuevas Generaciones y que no estuvo a la altura de las circunstancias.
El segundo, probablemente el más dañino de todos ellos, entregarle todo el poder sobre el partido a un secretario general que a falta de auctoritas repartía potestas a rodabrazo.
El tercero, encelarse en una guerra fratricida con su mayor activo electoral, que además gozaba del apoyo social del que él carecía.
El cuarto, hacerle demasiado caso a la prensa.
El quinto, obsesionarse con el control del partido. Un control que habría caído en sus manos sin fricción alguna al día siguiente de llegar a la Moncloa.
El sexto, una llamativa falta de confianza en sí mismo que le llevaba a impostar identidades cambiantes en función de la coyuntura política, sin encajar en ninguna de ellas. Casado no resultaba convincente cuando sacaba los colmillos, pero menos aún cuando fingía ser Albert Rivera o cuando trataba de replicar la fórmula Ayuso.
Ninguno de esos errores, incluido el de Teodoro, es achacable a nadie más que él mismo. Una elemental prudencia intelectual lleva a preguntarse que habría sido del PP con un Casado unos años más maduro, más seguro de sí mismo, rodeado de buenos asesores, sin la presión de Vox y, sobre todo, con un presidente del PSOE que no hubiera cambiado las reglas del juego a media partida.
Pero esas han sido las circunstancias que le ha tocado vivir y otros líderes, singularmente Isabel Díaz Ayuso, sí han sabido adaptarse a ellas.
Nada de todo esto justifica la soledad de Pablo Casado en su derrota. Parece que los populares no aprendieron nada de lo ocurrido con Rita Barberá y que el nuevo PP está repitiendo con entusiasmo los errores del viejo. La política es despiadada, sí, pero nadie dijo que además tuviera que ser miserable.