ABC-IGNACIO CAMACHO

Al Madrid del poder ha dejado de inquietarle el independentismo. Contempla a sus dirigentes como monigotes políticos

AHORA el espejo es Hong-Kong. Por su protesta de desobediencia civil, no por el proceso previo de absorción en China, claro. Desde los años ochenta, el soberanismo catalán se ha querido reflejar en diversos modelos de autodeterminación, a cuál más estrafalario: Quebec, las islas Feroe, Suiza, Escocia, los países bálticos. Hasta Kosovo y más recientemente Eslovenia, funestas invocaciones del drama yugoslavo. El caso es siempre parecerse a algo, aunque las reclamaciones de secesión en el mundo suelen terminar en conflictos dramáticos. Ayer, en un Madrid cuyo sobredimensionado aparato institucional sólo mandó a escucharle a un par de altos funcionarios, Torra amenazó con convertir Cataluña en una manifestación de rechazo a la hongkonesa si el Supremo condena a sus colegas procesados. Y se quedó tan pancho sin reparar en que la concurrencia lo escuchaba con cara de palo sin mostrar el más mínimo sobresalto. De momento, a lo que se parece Barcelona, por el grado de inseguridad ciudadana al que la ha conducido el mandato municipal de Ada Colau, es más bien a una Tijuana o a una Caracas del Mediterráneo.

La amenaza cayó en el vacío: entre las élites capitalinas ha dejado de preocupar el independentismo y se contempla a sus dirigentes como monigotes políticos, botarates gesticuladores cuyas bravatas ocultan la incapacidad real de plantear otro desafío. Ya nadie considera a los secesionistas en condiciones de volver a echar el carro por las piedras ni da valor a sus promesas de desacatar la sentencia. Sin embargo, esa minusvaloración displicente o altanera es la que en 2017 facilitó la revuelta. Porque el nacionalismo, por desarticulado que esté, siempre encuentra la forma de cohesionarse en la resistencia y en cada revés obtiene el combustible victimista del que sacar nuevas fuerzas. Desde que se retiró Pujol y su partido arrastró a las templadas clases medias por el camino de la ruptura abierta, el Estado ha cometido siempre el mismo error de estrategia: subestimar la determinación soberanista con un exceso de confianza y de indolencia.

En verdad Torra es lo que parece: un pobre activista iluminado, un títere que Puchimón utiliza desde Bruselas para camuflar su fracaso. El eje del movimiento indepe se ha desplazado a una ERC decidida a aparcar su proyecto durante un cierto intervalo pragmático. Pero aunque unos y otros disputen un pugilato subterráneo, comparten la Generalitat y mantienen una enorme cuota de poder en sus manos, con un formidable dispositivo de propaganda intacto. Y ninguno de ellos desea parecer pusilánime en su designio común porque eso les haría perder terreno ante unos seguidores que sí se han creído la milonga del destino manifiesto. Ambos son conscientes, además, de la fragilidad política del momento. Hong-Kong está muy lejos pero lo estaría mucho más si en Madrid hubiese un Gobierno decidido a ponerse serio.