ABC-IGNACIO CAMACHO
La violenta protesta de Chile deja una enseñanza inquietante: se puede cambiar una Constitución asaltando la calle
QUIZÁ ya no haya que mirar a Venezuela para seguir la «trazabilidad» ideológica y política de Podemos. Tampoco a Ecuador ni a esa Bolivia que años atrás inspiró la tesis de Íñigo Errejón y ahora ha enviado al exilio a Evo Morales. El bolivarismo está en horas bajas y el régimen de Maduro ya no es un referente decoroso ni siquiera para los que hasta hace bien poco daban vivas a Hugo Chávez. El Brasil del populista Bolsonaro ha reducido la influencia que Lula ejerció en los europeos de progresismo diletante. No; el eje de la izquierda iberoamericana –ellos dicen latinoamericana– está en otra parte. En la Argentina del renacido kirchnerismo de Alberto Fernández –a cuya toma de posesión quiere enviar al Rey el Gobierno de Sánchez– y en ese Chile donde el presidente liberal Piñera se ha doblegado ante una protesta incendiaria que deja en pañales los recientes disturbios catalanes. Atención a la «vía chilena»: el camino hacia una Constitución de nueva planta impuesta mediante la presión violenta de multitudes apoderadas de la calle.
El proceso constituyente –es decir, destituyente del actual marco democrático– figura en el ADN político de un Podemos que no ha renunciado a su origen revolucionario. Los optimistas piensan que el poder dotará a Iglesias de un pragmatismo sobrevenido por contacto con las responsabilidades de Estado. Pero su partido no ha abdicado, como el felipismo en la Transición, de sus objetivos programáticos: estas cosas se hacen en un congreso y se oficializan con cambios estatutarios. Así que hasta nuevas noticias, Sánchez se va a coaligar con una formación que pretende refundar «el régimen del 78» más tarde o más temprano. Y que cuenta en su empeño con la empatía de nacionalistas y autodeterministas varios y de un separatismo con el que mantiene fluidas líneas de diálogo.
Obviamente no existe una mayoría parlamentaria con masa crítica para cambiar o abolir la Carta Magna. En este punto es donde el ejemplo de Chile sugiere inquietantes concomitancias porque entronca con la veterana afición izquierdista a la movilización de masas. La claudicación de Piñera, el Gobierno más estable de Suramérica, enseña la posibilidad de un salto cualitativo, de una aceleración histórica a gran escala: el orden jurídico se puede alterar por las bravas a través de estrategias de tensión organizada. Sólo hace falta una estructura institucional lo bastante debilitada para que no resulte difícil intimidarla. Ése ha sido el propósito de los «chalecos amarillos» en Francia, donde el potente y centralista Estado ya ha efectuado concesiones impensadas. Más cerca en el espacio y en el tiempo está la tempestuosa revuelta alentada desde la propia autonomía catalana. El malestar social como coartada de una insurgencia espontánea. Acaso sea pronto para la alarma pero nadie debería olvidar que los futuros ministros se estrenaron ocupando plazas.