ABC 02/03/17
IGNACIO CAMACHO
· Mientras el Estado puede mantener el statu quo, esperar y ver, el soberanismo está ya abocado a la vía dramática
EL conflicto catalán es muy cansino. Muchos lectores y consumidores de medios expresan a menudo su hartazgo ante el continuo flujo informativo de la matraca independentista. Pero sucede que ahora mismo se trata del principal problema de España. Y que nos guste o no, nos canse o no, se ventila en él la razón de ser de la nación, del Estado y hasta de la democracia.
Acaso lo que nos provoca hastío sea la falta de desenlaces viables, el estancamiento de una crisis perpetua, la obstrucción de salidas sensatas. En una sociedad acostumbrada al efecto interruptor, a los resultados inmediatos, éste es un atolladero sin soluciones rápidas. Los secesionistas han conducido la cuestión a un enfrentamiento terminal en el que no caben transacciones arbitradas. Han creado un clima de colapso que invalida incluso el apaciguamiento de la conllevancia orteguiana. Y en esas condiciones no valen las estrategias porque el desafío avanza a golpe de improvisación táctica; es como una partida de ajedrez cuyos contendientes no supiesen calcular más de dos jugadas. La diferencia consiste en que mientras el Estado puede mantener el statu quo, esperar y ver, el soberanismo está ya abocado a la vía dramática.
Ése es en este momento el peligro de la situación: el de una aceleración a la desesperada. Agobiados por su previsible inhabilitación judicial y con el caso Palau abriendo en canal la corrupción de la burguesía catalanista, Mas, Forcadell y compañía pueden sentirse tentados de provocar una emergencia drástica. Ya no se trataría de un referéndum relativamente fácil de impedir con la voluntad adecuada, sino de aprobar en el Parlamento las leyes de desconexión y lanzarse a la independencia de facto para obligar al Gobierno a un acto de fuerza, una reacción que la opinión pública perciba como autoritaria. Recuperar terreno a base de rebeldía y victimismo. Generar a través de las organizaciones secesionistas una desobediencia masiva en las calles, un Maidan a la ucraniana.
A Mas, a Puigdemont y a su partido, la antigua Convergència, no les convienen ahora las elecciones anticipadas. Saben que las ganaría ERC, cuyo líder coquetea con el odiado Madrid a sus espaldas: esa manita amistosa de Junqueras posada sobre el hombro de la vicepresidenta Soraya. Esquerra ventea poder y el poder siempre ofrece sugestiones pragmáticas. Pero está atada a su discurso y le resultaría muy difícil romper el bloque separatista en una votación parlamentaria.
Será un asunto pesado pero resulta crucial. Rajoy confía en su estilo, paciente y lento, defensivo; trata de ganar tiempo mientras ordena a sus ministros que tengan a punto las medidas necesarias. Sin embargo, bajo la aparente normalidad institucional late una atmósfera de tensa calma. Un barrunto de tormenta presentida que puede reventar con truenos el engañoso sosiego político de la pax mariana.