EL CORREO 17/12/13
AURELIO ARTETA
· La ‘Iniciativa Glencree: nuestra experiencia compartida’ es demasiado corta y engañosa para lo que las víctimas representan y la sociedad vasca se juega
No pudo ser más oportuno Ruiz Soroa cuando recientemente escribió en estas páginas ‘La estrategia de las lágrimas’ (10 de noviembre). Ahí nos advertía de la estrategia que las fuerzas políticas locales están adoptando frente al final del terrorismo y al tratamiento de sus víctimas. En resumidas cuentas, parece pretenderse que la sociedad vasca contemple a esas víctimas tan sólo en su aspecto humano y despolitizado y, olvidando que suponen un victimario y su móvil, se deja atrás nuestro pasado brutal para ingresar en un idílico futuro sin víctimas ni presos, sin vencedores ni vencidos…
Pues bien, a los muy pocos días descubrí un texto que confirma con exactitud aquella reflexión. Se titula ‘Iniciativa Glencree: nuestra experiencia compartida’, y recoge el relato de unas reuniones mantenidas desde el año 2007 entre familiares de asesinados por ETA y los de víctimas de grupos parapoliciales como el GAL. No cuestiono la excelente intención que guió a los organizadores de tales encuentros y me congratulo si varias de esas personas encontraron en ellos algún consuelo para su interminable amargura… Pero, desde una perspectiva pública, esa iniciativa resulta demasiado corta y engañosa para lo que las víctimas representan y la sociedad vasca se está jugando.
Para empezar, ya es llamativo que en ese texto nunca comparezca la expresión ‘violencia terrorista’ y sí sólo la neutra de ‘violencia’, que evidentemente no designa la naturaleza de la acción asesina. Pero no están para distingos quienes ponen en segundo plano el ejercicio de la razón. «Nos dimos cuenta de que los conceptos no son lo importante, sino nuestra experiencia». Claro que habrá que ver si hay experiencia fiable sin unos conceptos previos lo bastante rigurosos o simplemente adquirida desde prejuicios erróneos. Bueno, nos dirán, son historias que conmueven y eso basta, porque «es un conmoverse que genera conciencia». Ya, ¿y no será una conciencia desacertada la que se nutre de unas falsas ideas de justicia? ¿O acaso suponen que el terrorista no se conmueve, ni cuenta con su propia experiencia y su sensibilidad moral? ¿Y no ha sido su conmoción ante los imaginarios atropellos a su Pueblo y los presuntos derechos de ese Pueblo los que le han conducido a aniquilar a sus adversarios?
Pero se diría que los reunidos no estaban allí para aprender, sino sólo para sentir. Probablemente nadie les ha enseñado que la perversión de los crímenes de ETA no hace buenos a los del GAL ni malvada a la violencia legítima del Estado. Ellos ante todo desean manifestar cuántos sentimientos les asaltaron al comunicarse entre sí sus experiencias de sufrimiento. Y para que ese dolor merezca la atención pública, ¿no deberían decir su sufrimiento injusto? Pues claro, pero eso les obliga a debatir entre todos sobre la justicia o injusticia, que es asunto complicado y comprometido. Discutían con la cabeza, «pero se sentía algo en otro sitio, en el corazón, algo más intenso y fuerte», que en algunos casos desembocaba incluso en la amistad.
Poco costaba ya deslizarse por una senda del todo extraviada. En no menos de cinco ocasiones proclamarán que su emoción les hacía «sentir que somos exactamente iguales», que «todos estamos en el mismo lado», el de las víctimas, sin que les importe indagar en nombre de qué les sacrificó su victimario. Así se quedan en el terreno privado, que no explica ni juzga los atentados, y se prohíben pisar el terreno público o político, que sería el único adecuado para entender y condenar unos crímenes terroristas. Como no buscan la justicia impersonal entre ciudadanos, sino la reconciliación entre individuos, «las demás diferencias se olvidan y te acercan a las personas…».
Seguramente no han pensado en los efectos de reducir la reflexión al plano personal y afectivo. Al resaltar que «al final el sufrimiento es el mismo», están a un paso de los herederos de ETA cuando –como Bildu– postulan que «el mismo sufrimiento tiene que recibir el mismo trato». Si así fuera, de nada serviría discernir entre las especies de violencia, de víctimas o de proyectos políticos que engendraron ese común padecimiento. Bastaría con equiparar el dolor sufrido por los padres, viudas o hijos de las víctimas de uno y otro signo, naturalmente parecido, para hacer equivaler también el valor moral o político de las causas a las que esas víctimas fueron sacrificadas. Librarse de pensar o de medir es un respiro, pues entonces no habrá víctimas de la justicia y víctimas de la injusticia. Morir a consecuencia de las represalias del GAL sería lo mismo que morir al servicio del programa político de ETA o por disparos de un funcionario del Estado en uso debido de su derecho a la violencia.
Un documento tan torpe, por bienintencionado que sea, había de acabar también con gruesas torpezas: «Todos estuvimos de acuerdo en que hay que evitar la politización». Perdonen, pero es justo lo contrario: a criminales políticos corresponden víctimas políticas. Hay que evitar a toda costa despolitizar lo que tiene primordialmente un significado y alcance políticos…, según desearían los diseñadores nacionalistas del plan de paz. Porque nuestra sociedad no avanzará un paso hacia la paz mientras no se atreva a fustigar abiertamente, más allá de los atentados terroristas, las ideas y programas políticos que impulsaron esos atentados. Ellos, sin embargo, no quieren ir «en contra de nada, sino a favor de algo», como si viviéramos en la comunión de los santos, y no en la conflictiva sociedad de los hombres.
La convivencia en paz no llegará a partir de una celestial igualdad de sentimientos, sino de una democrática igualdad de ciudadanía. Seremos personas con diversas ideologías y emociones, pero nos reconocemos con iguales derechos y deberes públicos. O sea, como ciudadanos.