ABC 13/10/14
DAVID GISTAU
EL atentado del 11-M y la semana del ébola no guardan similitud en los resultados trágicos. Pero sí en la urgencia política por adjudicar culpas y en el fracaso de la sociedad, los medios de comunicación y las clases dirigentes ante una prueba de comportamiento excepcionalmente exigente de la que salimos, como entonces, melancólicos y decepcionados. La digresión del perro «Excalibur» da para una sátira mucho más mordaz que la de Evelyn Waugh en «Los seres queridos» que alguien debería escribir en el futuro. Mientras, inspira los mismos recelos sobre el sufragio universal que Gide tenía con su portera. Es verdad que el comportamiento del PSOE de Pedro Sánchez ha sido más honorable que el de aquel otro que propagó los rumores de los terroristas suicidas y convocó la ira para que se desaguara ante las sedes del PP. Nos quedará la duda de qué habría ocurrido si el positivo por ébola hubiera saltado tres días antes de unas elecciones generales, circunstancia capaz por sí sola de potenciar la rebatiña.
Con todo lo espantoso que fue el 11-M, con todo lo que se degradó la política durante los días siguientes, durante aquel mes de marzo al menos hubo algo sagrado: nadie necesitó culpar a las víctimas. Las intoxicaciones y los choques de propaganda discurrieron por otro lado. El gobierno de entonces necesitaba consagrar la hipótesis etarra. El partido que aspiraba a gobernar pretendió instalar la idea de que el atentado islamista era una reacción a la verdadera culpa: la complicidad con la invasión de Irak a la que Aznar había arrastrado a España. Durante estos días de agitación por el ébola, e insistiendo en que las consecuencias dramáticas no son comparables a las de casi doscientas personas asesinadas con bombas a bordo de trenes, hubo una variante que permitió a políticos y periodistas orgánicos caer aún más bajo de lo habitual: esta vez sí había quien necesitaba culpar a la víctima. Incluso cuando estaba moribunda o creíamos que estaba moribunda. Y no nos referimos sólo a la procacidad del consejero de Sanidad madrileño, que se ha comportado como si Teresa Romero hubiera contraído adrede una enfermedad mortal para incordiarlo a él. Nos referimos también al tráfico de informaciones malintencionadas que les aparecían a los periodistas hasta en los teléfonos móviles y con las que las terminales del poder trataron de intoxicar y de añadir confusión al relato que todos tratábamos de armar. Informaciones tales como que Teresa Romero sabía que tenía ébola pero no lo dijo porque no quería perderse el examen de una oposición. Examen que en realidad había sido convocado para una semana antes de los síntomas.