Cuando paga, la víctima no sólo financia al terrorista, sino que le ayuda a convertirse en un contrapoder al que se compra la protección que el Estado no brinda. Consciente de que se juega su «prestigio», ETA ha mantenido en esto una estrategia de tolerancia cero. Que el Gobierno siga ignorando el mantenimiento de la extorsión representa una de las mejores bazas de ETA para perpetuarse.
¿Cómo debemos mirar a un empresario extorsionado que paga dinero a ETA para que no vuelen su empresa, le secuestren a él o hagan daño a su familia? ¿Es una víctima o un colaboracionista? Sin duda alguna es ambas cosas, como lo eran los capos empleados en los campos de concentración: prisioneros utilizados, a cambio de algunos privilegios, para oprimir a los demás prisioneros. Quien paga es víctima de un chantaje pero también colaboracionista, porque sabe perfectamente que ese dinero será empleado para mantener a punto la red criminal que extorsionará y atentará contra otros. Es difícil y costoso rechazar el chantaje, pero si miles de policías, jueces, militares, funcionarios, cargos políticos o profesores se han negado a plegarse a la extorsión, llegando en muchos casos a morir por ello, lo mismo cabe exigir a los empresarios y profesionales extorsionados. Negarse a pagar el «impuesto revolucionario» no debería verse como un acto exagerado de heroísmo, sino la respuesta más normal de cualquier ciudadano que quiera vivir libremente.
Los empresarios, sometidos en ocasiones a una presión brutal, pueden alegar en su descargo que el Estado encargado de defenderles no se ha caracterizado, a pesar de algunos éxitos resonantes, por combatir con eficacia en el día a día el sórdido y opaco mundo de la extorsión. A su vez, los cuerpos policiales y los jueces pueden lamentar con motivos la escasa disposición de los afectados a colaborar en la investigación. En resumidas cuentas, estamos ante un círculo vicioso que sólo beneficia a los terroristas.
La extorsión no busca sólo dinero, sino convertir a ciertas víctimas en colaboradoras forzosas. Cuando paga, la víctima no sólo financia al terrorista, sino que le ayuda a convertirse en un contrapoder al que compra una protección que el Estado parece incapaz de brindarle, instaurando así zonas de excepción y derogación de hecho de la legalidad. Un objetivo de tanta importancia estratégica como para que ETA asesinara a José María Korta, presidente de la patronal guipuzcoana y persona muy bien relacionada con el PNV, tras haber animado a los empresarios a interrumpir los pagos a la banda. Consciente de que en esto se juega su «prestigio», la banda ha mantenido una estrategia de tolerancia cero en esta materia.
Los grupos terroristas intentan retener su negocio de la extorsión incluso cuando se dicen dispuestos a iniciar un «proceso de paz». Se ha visto en los casos del IRA y los grupos lealistas del Ulster, en los terroristas corsos y ahora en ETA. Por razones inversas, pocos datos pueden resultar más elocuentes sobre las verdaderas intenciones de los terroristas que la negativa a renunciar a estas prácticas. Si ETA mantiene activa la trama de extorsión -en parte desarticulada por los jueces Grande-Marlaska y Le Vert- no es sólo para recaudar dinero, sino también para sostener su credibilidad como un «contrapoder» capaz de imponer sus propias normas derogando las del Estado. Por eso el hecho de que el gobierno de Zapatero siga empecinado en ignorar la gravedad del mantenimiento de la extorsión, rompiendo de hecho el compromiso de «alto el fuego», representa una de las mejores bazas de ETA para perpetuarse.
Sea porque no han comprendido su importancia o porque les pone en evidencia, lo cierto es que las instituciones del Estado no han sido muy activas ni eficientes en este campo. Esta pasividad relativa ha terminado aconsejando a muchos empresarios que es mejor pagar primero, ayudado por un mediador habitual (un político o abogado nacionalista), y después tratar de compensar ese «déficit de caja» de otras maneras. Existe la sospecha de que las haciendas forales tratan directamente este asunto con los afectados, ofreciendo compensaciones para impedir la emigración de los contribuyentes más deseables.
En diciembre de 2003 saltó a la prensa la noticia de que la Fiscalía Anticorrupción llevaba un año investigando a la Hacienda de Vizcaya por indicios de prevaricación y tratos de favor a ciertos contribuyentes sustraídos al control de los inspectores corrientes y directamente encomendados a los cargos de confianza política, es decir, a cargos nacionalistas. Según la crónica publicada entonces por el diario El Correo, «en el mes de marzo (de 2002) un grupo de policías se presentaron en la sede de la Hacienda de Vizcaya. Durante varios días, la fiscal tomó declaración al medio centenar de funcionarios de la Inspección fiscal, a la búsqueda de actuaciones atípicas como la interrupción de inspecciones a determinados contribuyentes, los cambios injustificados de funcionarios en algunos trabajos y, en particular, la actuación de los principales responsables de la maquinaria tributaria de la Diputación». De modo nada sorprendente, y tras conocerse que la investigación afectaba a 177 grandes contribuyentes muy vinculados al nacionalismo, el caso fue decayendo. La sospecha de que el núcleo del asunto tenía que ver con descuentos ilegales a cuenta de la extorsión no ha sido desmentida.
Más vasos comunicantes
Hay otros antiguos indicios de la existencia de un sistema clandestino de vasos comunicantes entre la banda y los partidos nacionalistas -el último, el papel de Julen Madariaga, actualmente militante de Aralar-, preferido por muchas víctimas a los riesgos de la denuncia y el enfrentamiento con ETA. La noticia de que Gorka Aguirre ha sido imputado por Grande-Marlaska por sus trajines en este submundo no puede sorprender si se recuerda su papel de mensajero habitual en los contactos con ETA desde, al menos, la famosa «Vía Ollora» para la paz. La implicación de algún alto cargo socialista en los mismos oscuros conductos para defender a algún extorsionado amigo tampoco sería de extrañar: en realidad, sería la consecuencia lógica de un contagio de nacionalismo que no sólo afecta a la ideología, sino también a la manera de hacer las cosas.
¿Cabe esperar que el Estado de Derecho llegue ahora hasta el final en la investigación de las redes y prácticas de extorsión? No, porque ello requeriría la implicación activa de los Gobiernos español y vasco, y todo indica que el primero ha optado por la consecución de una paz similar a un proceso de reconversión económica, es decir, lleno de excepciones legales, blanqueo de dinero negro, cheques en blanco y maquillajes contables. Nada parecido en todo caso a la restauración de la justicia, la igualdad jurídica y la libertad entre ciudadanos iguales que ataca la red de extorsión.
Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 26/6/2006