IGNACIO CAMACHO-ABC   

Al hombre de los tirantes lo han matado dos veces, deshumanizándolo con un reduccionismo ideológico: era un facha

TODA violencia de origen político supone una deshumanización de sus víctimas, a las que reduce a la condición genérica de enemigos para construirse una coartada. Las despoja de su condición individual, como tiene escrito Aurelio Arteta, para definirlas por presuntos rasgos de su grupo entero y encerrarlas en categorías estereotipadas. En el caso del crimen de Zaragoza, la coartada era meramente simbólica, abstracta: el hombre agredido llevaba unos tirantes con la bandera de España. Quizás el asesino ni siquiera lo conociese, y por tanto careciera de motivos para odiarlo por cuestiones personales o biográficas. Para la primitiva mentalidad del atacante, ofuscada por un radicalismo trastornado, el complemento indumentario otorgaba al otro una identidad emblemática de bando, convirtiéndolo de inmediato en miembro de una tribu adversaria. 

El pensamiento positivo podría dejar la cuestión en un desgraciado lance marginal: una bronca de bar, una pendencia aciaga, la circunstancial acción de un energúmeno resentido o inadaptado. Pero ese argumento biempensante choca con dos obstáculos. El primero, que el presunto homicida tenía una trayectoria violenta reincidente; había descalabrado a un guardia y fue condenado. La extrema izquierda lo elevó a héroe, le otorgó una justificación ideológica y lo ungió como mártir de un complot del Estado policial autoritario. Nadie, sin embargo, se ocupó de él después de utilizarlo; cuando su causa dejó de ser útil como bandera antisistema lo abandonaron en el desarraigo. 

El segundo inconveniente para el buenismo accidentalista está en la torcida exculpación divulgada en la alcantarilla de las redes por la jauría fanática. El manual de los sembradores de odio ha relativizado el crimen desplazando hacia la víctima una responsabilidad indirecta como provocadora de su propio drama: lucía los colores patrióticos con desafiante arrogancia. La atribución de una filia ultraderechista despersonaliza su humanidad en el código sectario y le imputa una condición hostil, indeseable, merecedora de censura automática. El mal queda así banalizado (Arendt) y la violencia del ataque moralmente absuelta o como poco atenuada. En España, la bandera de tu país es un distintivo que te sitúa en el lado incorrecto de la vida y te empuja a la trinchera equivocada. 

De este modo, al hombre de los tirantes lo han matado dos veces. Han escupido sobre su tumba, lo han erigido en fantoche político, le han arrebatado su individualidad, le han desposeído de alma. Lo han pintado de fanfarrón, camorrista, bravucón de barra; la clase de tipo que haría perder los estribos a cualquier muchacho de ideología moderada. El tal Rodrigo Lanza, el acusado de su muerte, no sería más que la víctima real de una sociedad injusta que encarcela a los luchadores oprimidos mientras deja campar impunes –¡¡y exhibiendo banderitas!!– a los fachas.  Artículo anterior Artículo siguiente