JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • La perjudicada primordial del terrorismo es la sociedad agredida. Y reparar el daño pasa por la condena explícita de lo que hicieron por los que lo hicieron

En el fondo, es un escándalo impostado y falso el que provocan en la política española los comportamientos de Arnaldo Otegi al adoptar primero la careta de compasivo excombatiente y después la de contable realista. Los socialistas sacan pecho cuando contemplan la primera, las derechas se rasgan las vestiduras cuando escuchan al líder exterrorista cuál es su verdadera finalidad, pero todo ello no es al final sino puro teatrillo, mal espectáculo. Eso a lo que nos tienen acostumbrados los partidos desde decenios.

Pues ¿es que no lo sabían? ¿No sabían que, como los historiadores y analistas objetivos han enunciado repetidamente, el comportamiento terrorista responde, como casi todo en nuestra sociedad moderna, a una racionalidad estratégica o instrumental? Sí, naturalmente, hubo todo un mundo de emociones e historias como contexto de adopción de la decisión de matar por fines políticos, pero al final la decisión fue así de fría y especulativa: matamos porque creemos (después de analizarlo bien) que es la forma más eficaz para conseguir nuestros objetivos. Y seguiremos matando mientras el juicio de oportunidad siga siendo favorable. Y lo dejamos cuando la realidad impone el criterio de que ya no sirve.

Y ahora el objetivo estratégico de la organización es imponer su relato de lo sucedido y obtener beneficios para sus presos; y para ese fin utilizará los medios a su alcance, los que la táctica aconseja en cada caso: hacerse apreciables para la izquierda española dispuesta a olvidar pelillos cuando se trata de Presupuestos o encantada de acoger a tan ilustres hijos pródigos; sobar lacrimosos las emociones de las víctimas hablando de perdón y daños; recordar de vez en cuando que para cerrar el conflicto (el fetiche verbal clave) habrá que sacarlos… Y así. Fingen quienes hayan mostrado sorpresa por alguno de los pasos dados en esta inquebrantable persecución del interés propio como organización. Y fingen por su propia conveniencia, para montar el espectáculo en los términos que más les beneficien. La capacidad de degradación de la escena pública no ha encontrado su límite todavía.

Por eso, todo lo que pasa en el teatro tiene muy poco interés. Y por eso deberíamos ocuparnos de cuestiones más importantes. ¿Cuáles? Creo que Andoni Unzalu la ha señalado últimamente con nitidez, aunque sea con otras palabras: la de que los árboles nos tapan el bosque. Los árboles son las víctimas; el bosque es la sociedad vasca, la pasada y la presente. Las víctimas, con su realidad doliente, con su humanidad y dignidad rotas, han acaparado la atención de la opinión pública porque eran seres humanos cuyo dolor vicario era más expresivo y simbólico del mal que mil discursos o análisis. Su protagonismo en la reacción política antiterrorista nunca les será bastante agradecido. Pero las víctimas son personas y su dolor puede ser muy fácilmente reducido a sus aspectos más privados y personales, a sus reacciones humanas y a sus necesidades psicológicas. El terrorismo puede llegar a verse como una relación interpersonal de daño/ dolor/ comprensión/ responsabilidad/ perdón. Es incluso el enfoque más atractivo, basta ver cómo optan por él la literatura y el cine. O la justicia restaurativa. O el público espectador.

El bosque escondido: la víctima final y primordial del terrorismo es la sociedad agredida por intermedio de las víctimas personales. Son las reglas de la sociedad las que se han violentado con el chantaje, es la textura moral de la sociedad la que se ha degradado, es su capacidad de autodeterminarse la que se le ha arrebatado. Las cosas han sido como han sido, en gran parte, porque ETA ha existido. La sociedad actual es como es, en gran parte, por eso mismo. A la sociedad vasca se le arrebató durante años su libertad, bien que no hizo mucho por defenderla. Es objetivamente la víctima primordial. Y la reparación de su daño pasa necesariamente por la condena explícita de lo que hicieron por los que lo hicieron. Y del por qué lo hicieron.

Pero, ¡ay!, como dicen los cánones de la sociología la percepción de la realidad social por los actores sociales forma parte de esa realidad. Es más, en no desdeñable parte es la realidad misma. La sociedad no se sintió víctima colectiva cuando los muertos estaban ahí, ¿cómo esperar entonces que se sienta víctima cuando el tiempo ha pasado y cuando ningún acicate hay para autoculparse o avergonzarse? Y cuando además se siente tan orgullosa de ser como es, y con ese ‘os lo merecéis’ le acunan y mecen desde el poder. Ni se siente víctima ni se plantea siquiera esa posibilidad. Como dice Zapatero, «es conveniente olvidar parte del pasado». Confiar en que pase el ciclo (¿cuál exactamente?) y esperar que llegará otro en que los jóvenes inquieran críticamente ‘¿pero cómo pasó aquello?’ y ‘¿tú dónde estabas?’ es la última y débil esperanza de Andoni. Otros somos más pesimistas, sobre todo porque no vemos la menor disposición o intención de los directores de la opinión pública por llevarla a ese cambio de perspectiva. Ni la capacidad de hacerlo. Más bien precisamente lo opuesto. La víctima primordial prefiere no verse como tal. No tiene arreglo.

Nos queda el teatrillo.