David Gistau-El Mundo
Igual que Aznar, Rajoy se siente, en su salida de la vida pública, víctima de la ingratitud general y de la ilegitimidad del adversario. Han sido 40 años de persistencia tecnocrática. Vio levantarse y caer dos fuertes personalismos a los que sirvió en puestos de importancia creciente. Estuvo con todos, a todos sobrevivió. Porque también vio desaparecer a sus contemporáneos, algunos liquidados por su propia mano, sobre todo después de que la derrota de 2008 hiciera necesario orquestar una superación del aznarismo del cual él mismo se convirtió en la única reminiscencia tolerada. No extraña que Rajoy diga que no imagina la vida fuera del PP. No ha tenido tiempo de prepararse mentalmente por culpa de un final repentino e inesperado, propiciado por fuerzas combinadas que no hicieron saltar la alarma en ningún radar. Zapatero y Aznar al menos tuvieron subrayado en rojo en el calendario, con mucha antelación, el día en que dejarían de ser presidentes. Hasta la mudanza la programaron con calma. No así Rajoy. Nunca imaginó que la semana pasada la terminaría en Aravaca.
En su última intervención, arropado por una ovación que le hizo sentir indefenso sentimentalmente –«Que alguien pare, coño»–, Rajoy dijo que a él su electorado no lo censuró. Que fue un apaño parlamentario ante el cual parece que le cuesta mantener la elegancia del buen perdedor. Pero su electorado sí lo censuró. Por eso pasó, en una sola legislatura y extraviando millones de votos, de una de las mayorías absolutas más poderosas de la historia a una situación de indigencia parlamentaria que lo hizo vulnerable para la moción.
A Rajoy lo censuró su electorado hasta el punto de convertir a Rivera en un aspirante a la presidencia. Entre las razones prevalece la de la corrupción que ensució los mitos fundacionales del PP y que jamás logró desactivar. Creyó que se libraba de sus efectos al salir airoso de la comparecencia del 1 de agosto de 2013 y, sin embargo, siempre estuvo ahí al despertar, enturbiando el discurso económico triunfal. El partido, durante estos siete años, rindió banderas doctrinales y sucumbió a una apatía que se hizo exasperante para los votantes más motivados por la defensa de un credo constitucional atacado por diversos antagonistas interiores. Pero, por encima de todo, necesitaba dar un salto generacional que lo distancie de los años y de los personajes corruptos. La renuncia de Rajoy lo facilita. No porque en lo personal merezca sospechas, sino porque ni siquiera evacuando todas las culpas sobre Aznar pudo hacer olvidar que él siempre estuvo allí y no precisamente en cargos menores.
No cabe imaginarlo ahora tratando de controlar el porvenir con intrigas, como hizo González con el PSOE para desesperación del renacido Borrell. Cabe imaginarlo conforme con el resto de su vida, atento tal vez a que su sucesión no se convierta en una riña autodestructiva que demore el regreso de un partido que no tardará en tener nuevas oportunidades de protagonismo.