- La magia adivinatoria de las policías del Este me vino a la memoria ayer, cuando oí a los hoteleros malagueños quejarse de la nueva normativa que el Señor Marlaska —juez en tiempos, ¡qué cosas!— acaba de imponerles
Comprendí lo que era una dictadura moderna en el año 1979 y en Berlín Este: yo, que había nacido y vivido en una dictadura militar más bien decimonónica. Aquello era otra cosa. De lo cual rendía cuenta, no solo la indudable mayor dureza represiva; ni siquiera la incomparable eficacia burocrática. Una línea de defensa —la última en la cual se protege un individuo— había sido allí, no quebrada, sino borrada por completo: la que separa lo privado de lo público, la que distingue el espacio propio del territorio que el Estado inviste. Extinta esa distinción, se extingue el último refugio. Y el poder público pasa a controlar y decidir cada instancia de vidas, para él, transparentes.
Un buen día, al cabo de un par de semanas y harto de la monótona repetición de los cursos en los que, vanamente, trataba de abrirme paso por la selvática lengua alemana, se me ocurrió ir a darme una vuelta por Berlín Oeste. En la frontera, hice la paciente cola que daba sobre un habitáculo cuya puerta de entrada se cerraba herméticamente al entrar, mientras, enfrente, la de salida permanecía en idéntico hermetismo. Un joven Vopo (o sea, un ‘poli del pueblo’, que decían ellos) tomó mi pasaporte español, echó una ojeada al nombre, y me soltó con la precisión de un autómata bien reglado: «Ah, sí, usted está alojado en …» Calle, número y piso exactísimos. Excuso recordar que en el 79 los ordenadores solo existían en las películas de ciencia ficción. Hasta el día de hoy, ignoro qué milagros mnemotécnicos permitían a aquel chaval saber hasta el color de mis calcetines sucios. Pero así era.
Tal omnisciencia fue ratificada unos días más tarde, cuando una de mis compañeras de estudio fue duramente reconvenida, a la mañana siguiente de haber pasado la noche con un ciudadano local. Ambos eran, por supuesto, adultos. Pero a la hora del desayuno la información operaba ya, tanto en nuestra universidad cuanto –y eso era más serio– en el lugar de trabajo del transgresor local. La notificación de que aquella frivolidad podía costarle su aceptable empleo, debió de hacerle escasísima gracia.
Conclusión mía de entonces: el despotismo de verdad, aquel frente al cual no hay defensa, es vivir en una caja de vidrio. Sin sombra alguna, sin recodos o vericuetos en los cuales abrigarse. Ratas de laboratorio en jaulas transparentes.
La magia adivinatoria de las policías del Este me vino a la memoria ayer, cuando oí a los hoteleros malagueños quejarse de la nueva normativa que el Señor Marlaska —juez en tiempos, ¡qué cosas!— acaba de imponerles. Y que se cifra en un principio sencillísimo: que los empleados de sus hoteles ejerzan —sin sobresueldo, supongo— la función de policía. Con esa divertida norma, un ciudadano privado —el hotelero— tendrá en sus manos todos los datos privados de otro ciudadano —el cliente—, que pretenda hacer uso de sus servicios: tarjetas de crédito, cuentas corrientes, papeles identificatorios, correos electrónicos, redes sociales, tipo de relación que pueda mantener con sus acompañantes y otras cuantas bagatelas de este tipo…
Uno pensaba que olisquear preventivamente la vida privada de los individuos era la más elemental violación del más elemental de los derechos constitucionales: la intimidad. Uno pensaba que la ley de protección de datos blindaba, además, eso. Pues no. Si usted quiere no dormir en la calle, sus datos deben ser ofrendados a la buena fe de quien lo hospeda. No hay tópico más reiterado en una sociedad autoritaria que ese que pontifica que «quien no ha hecho nada malo, nada tiene que ocultar». Ni hay majadería más perversa. Un ciudadano libre tiene el derecho —por no decir el deber ético— de ocultar lo que le dé la gana. Eso, precisamente, hace de él un ciudadano.
No hay duda, caminamos hacia la sociedad transparente. La vida en una caja de cristal, en la que todo, absolutamente todo cuanto hagamos, estará en todo momento a disposición de aquel que quiera jorobarnos la vida. A disposición del Estado, por supuesto. Y, al fin, nuestros pequeños funcionarios tendrán la misma potencia adivinatoria que aquel Vopo berlinés de mi verano del 79. Ahora, eso sí, con exquisitamente alta tecnología.