La gravedad de la salvaje conducta de los cachorros de la CUP es aún mayor teniendo en cuenta dos factores. Primero, que los sucesos ocurrieron en la sede central de los populares y al día siguiente de que el PP clausurara su congreso regional en Cataluña. Y, segundo, que contaron con la participación de Anna Gabriel, actual portavoz de la CUP en el Parlamento catalán; y David Fernández, ex diputado de esta formación y uno de sus rostros más conocidos. La acción violenta de los jóvenes cupaires, por tanto, no puede considerarse un hecho aislado, sino un acto perfectamente diseñado para señalar a los supuestos enemigos del pueblo catalán, y para intentar acallar su voz. Este grado de hostilidad no es nuevo –en este periódico hemos informado durante los últimos meses de las pintadas amenazantes en sedes del PP, PSC y C’s–, pero sí lo es que encuentre el respaldo de cargos políticos como Gabriel o Fernández. Este tipo de acciones, además de su carácter ilegal, rebasa por completo los límites de la protesta en una sociedad democrática y no consiguen más que aumentar la escalada de enfrentamiento. El presidente del PP catalán, Xavier García Albiol, tachó ayer de «fascistas» a los agresores. «Representan lo peor y lo más rechazable de la sociedad catalana», añadió.
Ciertamente, el escrache de la rama juvenil de la CUP resulta despreciable y condenable. Pero sería un error entenderlo como el impulso de unos sujetos descontrolados. Es, en realidad, la consecuencia de la actitud desafiante de Junts pel Sí. Tanto la voluntad de ruptura como la estrategia de desobediencia de la Generalitat actúan de caldo de cultivo para que las facciones más extremistas de la sociedad catalana campen a sus anchas.
Aunque todos los partidos en Cataluña se solidarizaron ayer con el PP, lo cierto es que tanto Carles Puigdemont como Oriol Junqueras son los últimos responsables de lo que ayer ocurrió en la sede barcelonesa de los populares. Porque en el momento en que un Gobierno democrático se instala fuera de la ley, implícitamente, da vía a libre a la radicalidad callejera. Y fueron precisamente la extinta Convergència y ERC, tras el veto de la CUP a Artur Mas, los que decidieron formar gobierno apoyándose en los diputados de una formación que se declara antisistema y anticapitalista, y que propugna la salida del euro y de la OTAN. La dependencia de la CUP, además del intento de desviar la atención sobre la mugre de corrupción que socava al partido que fundó Pujol, explica por qué el Govern mantiene la amenaza del referéndum para este año y la aceleración imprimida del llamado proceso soberanista.
El Gobierno catalán no va a cumplir la hoja de ruta presentada en el arranque de la legislatura –el objetivo inicial era declarar la independencia en 18 meses–, pero sí ha redoblado la presión tramitando dos de las leyes de desconexión: la Hacienda y una Seguridad Social propias. La tercera de estas normas es la de transitoriedad jurídica, de la que dependen la consulta y la separación definitiva entre Cataluña y el resto del Estado. Y Junts pel Sí y la CUP, que disponen de mayoría en la Mesa del Parlament, no tuvieron empacho en modificar el reglamento para forzar que se aborde la ley de desconexión sin apenas debate y sin someterse al control de la oposición, al estilo de una república bananera.
En este contexto de ruptura, ilegalidad y enfrentamiento hay que insertar el asalto de ayer de la CUP. Lo último que le faltaba al desafío independentista, que ya de por sí plantea un reto de envergadura para el Estado, es traspasar el umbral de la violencia. En manos de la Generalitat está retomar los cauces del diálogo y de la normalidad democrática.