Antonio Escohotado-El Mundo
El reconocido filósofo analiza cómo Puigdemont y la CUP han creado una posverdad para justificar su insurrección, que pone en duda la legitimidad del Estado como titular único del uso legítimo de la fuerza.
ME PARECIÓ la última pusilanimidad de Rajoy pasarle la patata caliente de Cataluña al joven monarca, que por lo demás habló claro y firme, como esperaban las gentes de buena voluntad, demostrando madurez para lo requerido de un rey constitucional, que no es para nada gobernar, sino añadir un mediador al resto de las instituciones estatales. Algún analfabeto seguirá confundiendo la Corona de países como los escandinavos, Holanda, Bélgica, Inglaterra y España con el imperio de algún autócrata, pero allá él.
Sea como fuere, el paso se ha dado y solo cabe esperar que el temor al qué dirán –por ejemplo autoridades como Assange, Maduro y Sánchez– no prolongue el paripé con una insurrección de pandereta, cuyos líderes rezan por algún derramamiento de sangre capaz de desdibujar lo esencial del asunto. Los golpistas corrían otrora a tomar las radios, los cuarteles y los bancos; pero como la Generalitat tiene de todo su incumbencia es mantener la situación en términos patético-enfáticos –la de un pueblo expoliado material y moralmente, donde nueve de cada 10 piden tan solo votar por la independencia–, mientras el franquismo apenas disfrazado de los otros, también llamados «Madrid», fustiga con especial saña a niños y ancianos.
Solo Rivera ha llamado a las cosas por su nombre, proponiendo volver a votar en Cataluña, con las garantías y el escrúpulo que la Generalitat no estuvo dispuesta a observar. Una vez despejadas las mayorías, y en ningún caso antes, tocará plantear los límites de la autodeterminación, el tema peliagudo por excelencia que diversas circunstancias lograron abortar años atrás en el País Vasco. Dada la tesitura, el corazón nos llama a tener presente el no hay mal que por bien no venga, pues el conjunto de renuncios y embustes ligados al procés catalán parece haber alcanzado su masa crítica. Con todo, la cabeza nos recuerda que el PP gobierna por abstención del PSOE, y no es descartable que la fractura interna se prolongue, sancionando una ingobernabilidad derivada de la fragmentación partidista.
Lejos de ser una panacea, la democracia es simplemente el remedio menos malo para gestionar lo común cuando Caín alterna con Teresa de Calcuta, los sectarios con los libertarios y el farsante con el honrado. Su gran ventaja es también su máximo peligro, porque todo depende en exclusiva de nosotros, y si en ciertos momentos predomina el espíritu del derecho en otros quien reina es la arbitrariedad del decreto. Aristóteles definió el populismo como «desvarío de quienes se sienten superiores al derecho», entendiendo por esto último algo reducido a dos principios: que ni la libertad ni la propiedad se perderán por coacción o fraude, y que los pactos se cumplen, o procederá indemnizar a quien cumplió su parte sin ser correspondido. A diferencia de los decretos, que llevan milenios sancionando iniquidades como perseguir a quien opine distinto, y en el siglo pasado cultivaron por sistema el genocidio al amparo de limpiezas sociales y raciales, el ius y su iustitia perseveran en la humilde meta de dar a cada uno lo suyo, concretada en no pedir sin dar ni recibir con ingratitud.
Reciprocidad sencillamente, como cuando no reclamamos enviar misioneros a un territorio sin admitir lo inverso, o nos obligamos a sustituir los privilegios (privatae leges) por normas aplicables a todos. Dicha actitud puede elevarse a pauta universal y permanente, e informa en principio tanto las relaciones internacionales como los derechos civiles, aunque la empanada mental del fanático haya logrado prácticamente desde siempre enturbiar la claridad del planteamiento con tal o cual rapto mesiánico, cuya instauración lleva consigo sustituir los albures de la libertad por las certezas de la dictadura.
Tras 20 años dedicados a averiguar qué pasó cuando el llamamiento a crear un hombre nuevo pudo sobreponerse al derecho, descubrí que los argumentos esgrimidos variaron algo –tampoco mucho–, mientras los resultados no se desviaron un milímetro del empobrecimiento anímico y material, con poblaciones desnutridas en todos los casos. China, el último supuesto de nueva humanidad fundada en la expropiación, enseñó al mundo cómo el déficit de proteínas y vitaminas no dependía tanto de poder votar como de poder hacer negocios, y su ejemplo aceleró el gran fenómeno político de nuestros días, que es la reagrupación del fanático operada por convergencia del integrismo islámico y el marxista.
La novedad que subraya la insurrección de algunos catalanes –lógicamente poco dispuestos a precisar su número en condiciones de propaganda electoral paritaria–es poner en duda la legitimidad del Estado como titular único de la violencia legítima. Troquelada en última instancia por Max Weber, esta fórmula es lo primero que aprende el estudiante de leyes, y en mi tiempo era algo tan evidente como que no llueve hacia arriba, y tampoco hay color sin extensión. Por lo demás, estábamos en vísperas de Mayo del 68 y los macrofestivales de la contracultura, cuyas secuelas se bifurcarían en la senda del mesiánico –que iba a ser la mayor explosión de terrorismo registrada por los anales en Europa e Iberoamérica– y la del libertario, que culminó la revolución sexual sugerida por Freud, transformando de paso toda suerte de gustos.
Dicha revolución puede considerarse la más humanitaria e imprevista, gracias a la cual cientos de millones dejaron de verse acosados por crímenes sin víctima como la sodomía, el lesbianismo o la simple bisexualidad, que seguirían castigándose no solo en zonas islámicas sino en Cuba, Vietnam y Corea del Norte, pues no se sabe bien cómo la dictadura del proletariado fue unánime en identificar libertad sexual con «decadentismo burgués», aunque comunistas como Engels, Bebel, Reich y De Beauvoir contribuyeran destacadamente al consejo freudiano de no seguir mintiéndonos.
SEA COMO FUERE, el señor Puigdemont y sus inmediatos colaboradores aspiran a crear un nuevo Estado cuando siguen siendo representantes del antiguo, cuyas leyes se mantienen vigentes mientras no sean derogadas por otras o por el desuso. ¿Acaso el ordenamiento español dejó de ser el titular legítimo de la violencia porque ellos lo decidieron? La respuesta es sí, pues desde el día 1 de octubre el siempre áspero deber de reprimir y reparar los delitos les correspondería en exclusiva. Al igual que Marx, sus socios de la CUP vinculan la existencia del delito con la del propio Estado, cuando el relativismo posmoderno –otro fruto del 68, en la rama proclive a Brigadas Rojas– permite enarbolar la posverdad, cuya ventaja sobre el mero estado de cosas es ser independiente de él.
Esto ya lo sabían los zelotes judíos, pioneros del integrismo; pero a la CUP parece olvidársele que el más feroz de los aparatos estatales recordados nació con Lenin, y precisamente al amparo de pretender que el Estado desaparecería tras crear «un oasis extradinerario». Si no me equivoco, ni ellos ni el resto de los independentistas se tomaron el trabajo de precisar en qué se fundará el oasis catalán.
Antonio Escohotado es filósofo. Su última obra publicada son los tres volúmens que conforman Los enemigos del comercio (Espasa, 2016).