IGNACIO CAMACHO-ABC

  • En el pensamiento de la izquierda francesa y europea sigue latiendo un hechizo por la insurrección contra el sistema

La mística de la revolución embellece en Francia cualquier algarada. Basta que una multitud enfurecida se entregue a quemar contenedores o a arrasar el mobiliario de las plazas para que los juglares de la subversión y los filósofos de andar por casa desempolven la glosa foucaultiana de las relaciones de poder o la teoría de las luchas identitarias y vean una toma de la Bastilla en el fuego de las barricadas. La ‘nostalgia de lo no vivido’ (Gil de Biedma) sublima cada estallido de violencia urbana con ecos sesentayochistas y melancólicas evocaciones de rebelión de masas. En el pensamiento de la izquierda francesa, y por extensión occidental, sigue latiendo una suerte de hechizo por toda clase de agitación callejera, un deslumbramiento hipnótico ante la guerrilla barrial cubierta con el honorable disfraz de la revuelta contra el sistema. Da igual que los disturbios los causen airados campesinos ‘hexagonales’ o nietos de los inmigrantes de Argelia: para el progresismo a la violeta se trata de una causa noble que merece comprensión y defensa. Los ideólogos de la cultura de la queja siempre se las apañan para identificar bajo las capuchas de los incendiarios un montón de Robespierres en potencia. Y en el otro extremo, la derecha ultramontana encuentra la oportunidad perfecta para lanzar la alarma sobre la apertura de fronteras y reclamar un nuevo Poitiers que conjure el peligro de islamización europea.

En los motines suburbiales de 2005, Sarkozy recondujo toda esa grandilocuencia oportunista a sus justos términos con una expresión de crudo pragmatismo. Llamó ‘racaille’ (chusma) a los vándalos, y aunque tampoco logró embridarlos centró la cuestión en un problema de nihilismo social sin mayor objetivo político. Las interpretaciones extensivas intelectualizan la cuestión para explicarla con sesgos cargados de prejuicios de culpabilidad y de miedo en los que el propio Macron parece haber caído. El único sentido revolucionario de esta insurgencia es el de un rechazo antiliberal primario a la integración en el orden de convivencia ciudadana que allí llaman republicano. Y si hay que flagelarse por algo es porque el modelo multicultural haya desembocado en un flagrante fracaso. El compromiso de las primeras generaciones extranjeras que llegaron en busca de prosperidad y trabajo lo han roto sus vástagos por un fallo estructural del Estado, empezando por la renuncia a ejercer la autoridad de su legítimo mandato democrático. Han fallado las instituciones, la escuela, incluso el urbanismo que ha permitido los guetos, pero también un orden público cuyos responsables viven atenazados por el remordimiento, incapaces de entender su verdadera misión de proteger primero que nadie al pueblo víctima de un atropello a su seguridad y sus derechos. Aunque en Francia, al menos, el Gobierno no ha despenalizado la sedición para aliarse con los insurrectos.