En España ya es tarde para reconocer que tenemos un problema muy serio con la violencia política, y por eso no dejamos de hablar de ella. Por eso no dejamos de decir que es un problema. Pero el caso es que está normalizada. Mientras se repite en tertulias, tribunas, columnas y discursos que debemos preocuparnos por la violencia política, se omite cualquier mención a actos violentos concretos, reales y sistemáticos; y se elude mencionarla precisamente en las mismas tertulias, tribunas, columnas y discursos que alertan de un fenómeno siempre etéreo, inmaterial y agazapado.
Hay una especie de silogismo que goza de gran éxito en España. Es el siguiente.
La violencia política está justificada si se usa contra quienes la llevan en su naturaleza. Sólo la derecha tiene en su naturaleza una tendencia clara al extremismo y a la violencia política. Todo lo que no es progresista es extrema derecha.
Golpea a un nazi, lucen las pegatinas. Al fascismo no se le discute, se le destruye. Si en una mesa hay un nazi y diez personas que lo respetan, en esa mesa hay once nazis. Y al final no hay más que nazis y nosotros, los preocupados por la violencia política, abocados a justificar la violencia. No queremos, pero qué se le va a hacer. Nazis en los mítines. Nazis en el Congreso. Nazis en las asociaciones universitarias en Cataluña y el País Vasco. Nazis constitucionalistas, conservadores, católicos, antiabortistas, centristas, europeístas, defensores del español en la escuela o defensores de un espacio público sin homenajes a etarras. No hay más que nazis fuera de lo nuestro. Tenemos que volcar sus mesas, romperles las pancartas, tirarles del pelo, cerrarles las puertas, perseguirlos cuando son pocos, reventarles los actos públicos, arrojarles piedras y botellas en las plazas. Porque si no lo hacemos, corremos el riesgo de que la violencia política vuelva a ser habitual en España.
La narrativa desde la que opera todo esto no es más que un argumentario automatizado repleto de manipulaciones, mentiras, incoherencias y falacias. Pero así es como se construye la hegemonía en el discurso y en la calle. No funciona a pesar de todo eso, sino por eso. Dato no mata relato. Que una antigua dirigente de ETA y concejal de la izquierda abertzale haya dado hace unos días una charla en la UPV sobre “el bienestar de los vascos” no es ninguna anécdota. Relato mata dato y, si puede y es necesario, al que da el dato.
El socialismo en su vertiente económica fracasó en el siglo XX, pero la mediática dominará el XXI. En la mesa de la oposición habrá siempre cinco Snowball y seis Goldstein, y ya pueden echar a correr
Esta última semana se ha repetido desde el Gobierno el lema “Palestina será libre, desde el río hasta el mar”. Desde el Gobierno se había justificado antes el terrorismo palestino, al que llaman “resistencia”. Con ‘resistencia’ se referían evidentemente al despliegue de barbarie organizada que se pudo ver el 7 de octubre, pero queda mal reconocerlo abiertamente. De ahí los eufemismos. Y de ahí la tergiversación de lo evidente. El último episodio lo hemos visto en TVE, obra de la gran portavoz Silvia Intxaurrondo. “Desde el río hasta el mar” significa oficialmente que Gaza y Cisjordania están en Palestina. Nada más. Podría haber dicho que es una referencia al curso de las palabras de paz de Hamas, que recorren Israel convenciendo a los palestinos de que la paz es el camino. O una canción infantil de amistad que cantan los niños gazatíes. Podría decir mañana que “Jo ta ke” era -y es- un mero cántico de los aficionados al fútbol vasco. Que “Pim pam pum” son los nombres de tres payasos guipuzcoanos. O que gritar “Gas the jews” sólo significa que alguien quiere carbonatar su zumo. Los relatos se imponen cuando el Gobierno controla los medios de producción de mensajes, bulos, desmentidos y escándalos. Cuando define lo que son las cosas. El socialismo en su vertiente económica fracasó en el siglo XX, pero la mediática dominará el XXI. En la mesa de la oposición habrá siempre cinco Snowball y seis Goldstein, y ya pueden echar a correr.
Advertía Fernando Arancón hace unos días en La Sexta, cómo no, que el riesgo mundial de atentados no proviene del yihadismo sino de la extrema derecha. Hay un perfil de analista o comentarista político que siempre habla en academiqués. Riesgos mundiales, tendencias globales, estudios internacionales o informes de alguna ONU. Por eso los llaman. Jamás se manchan. Nunca comentan los intentos concretos, locales, materiales, reales de intimidación política en un acto público en España. No existe una violencia organizada en las universidades catalanas o en las calles vascas. Y no existe porque a ellos no les parece relevante. Y no les parece relevante porque el día que se lo parezca ellos serán los irrelevantes. Ya no habrá llamadas de La Sexta o de La 1.
Que no sea un problema
La violencia política en España ha de ser una amenaza a corto plazo, un monstruo incubándose, una enfermedad en la sombra. Siempre incipiente, para que estemos siempre alerta. Siempre manifestada en palabras, gestos, miradas. Del mismo modo, cualquier acto de violencia concreta, organizada y material forma parte de lo que no debe mencionarse. Para que no sea un problema. Porque entonces sí que tendríamos un problema real. Y lo que deberíamos abordar como sociedad no podría ser ya el riesgo de una violencia que nunca llega, sino la realidad de una violencia que siempre está aquí, entre nosotros.