ABC 04/02/16
ANTONIO GARRIGUES WALKER ES JURISTA
«La interpretación de voto del 20-D acepta sin duda lecturas diferentes, todas ellas debatibles y discutibles. La idea de que el pueblo español quiere que se produzca un cambio progresista, similar al modelo portugués, es una de ellas y goza de argumentos
LA pretensión de todos los partidos políticos de conocer a fondo y de forma exacta la voluntad de la ciudadanía al depositar su voto en las elecciones generales del 20D llega a extremos verdaderamente sorprendentes e incluso peligrosos. Es una pretensión tan voluntarista e interesada, tan sectaria, tan carente de una mínima lógica que habrá que reaccionar desde la sociedad civil para establecer –como tanto gusta en el mundo político– algunas líneas rojas, que les sirvan de guía y de conducta en sus declaraciones y sus decisiones, al comenzar el largo, complejo e imprevisible proceso de investidura de Pedro Sánchez.
La primera línea roja es que acepten que es oficio difícil, prácticamente imposible, saber en concreto cuál es la voluntad ciudadana una vez celebradas las elecciones, salvo que algún partido haya obtenido una mayoría abrumadora. En nuestro caso concreto, y a la vista de la fragmentación del voto, la única conclusión evidente es que se ha penalizado de manera clara y contundente a los partidos clásicos, PP y PSOE, y que Ciudadanos y Podemos han sabido beneficiarse de esa penalización, en gran medida por el desplazamiento del voto joven. A partir de ahí hay que andar con mucho tiento y cuidado en las interpretaciones, incluyendo la misma separación o la distinción entre vieja y nueva política, porque se ha creado un ambiente tan perverso que los comportamientos de unos y otros –como ya vimos en las elecciones catalanas y ahora en las generales– se igualan a la baja con una rapidez y un descaro admirables. No hay forma de encontrar un solo ejemplo de grandeza. Es un estamento que se resiste con uñas y dientes a todo proceso modernizador y regenerador.
La interpretación de voto del 20-D acepta sin duda lecturas diferentes, todas ellas debatibles y discutibles. La idea de que el pueblo español quiere que se produzca un cambio progresista, similar al modelo portugués, es una de ellas y goza de argumentos importantes. El que ese cambio progresista lo deban representar Pedro Sánchez y el PSOE, que son el líder y el partido más castigados en las últimas elecciones, ya ofrece más dudas. Podemos e Izquierda Unida le recuerdan con insistencia a Pedro Sánchez, tanto con buenas como con muy malas formas, que tienen más voto popular y menos cuestionamientos internos y que en consecuencia tendrán que coliderar el proceso e imponer un gobierno, como mínimo, paritario, en el que Ciudadanos no podría estar presente por incompatibilidad de programas.
Otra interpretación posible, y también con argumentos válidos, sería la de que el pueblo español, aunque ha castigado duramente a los dos partidos clásicos, lo ha hecho de tal forma que les permite mantener conjuntamente una posición claramente mayoritaria en el Parlamento y por lo tanto la opción de formar –al estilo alemán– un gobierno fuerte, incluyendo a Ciudadanos, siempre y cuando PP y PSOE cedieran mucho tanto en el programa de gobierno como en cuanto al liderazgo del mismo, todo lo cual sería, por cierto, muy positivo y saludable para ambos. Esta solución tendría especial sentido en un momento crítico en el que la inestabilidad política, como nos advierten los expertos y las instituciones internacionales, puede afectar seriamente a nuestro buen desarrollo democrático y económico, y muy en concreto al tratamiento sereno y prudente del modelo territorial.
Otros temas… ¿Cuántos votantes del PSOE, al votar a este partido contrario al independentismo, pensaron que con ello autorizaban automáticamente a su líder a ceder escaños en el Senado, «por cortesía parlamentaria», a partidos independentistas para que pudieran formar grupos con mejor dotación económica y mayor capacidad de acción política? ¿Cuántos votantes de los grupos que se coaligaron con Podemos en las distintas autonomías pensaban que con ello iban a limitar sus aspiraciones políticas y su misma independencia de acción delegándola en Podemos? ¿Cuántos votantes del PP pensarían al mantener, a trancas y barrancas, su fidelidad a este partido que su líder y sus barones volverían de nuevo a minimizar la enorme pérdida de apoyos, a evitar poner en cuestión el liderazgo del partido y sobre todo a resistirse a cualquier proceso autocrítico sobre la creciente y permanente corrupción, la también creciente y dramática desigualdad social y el inmovilismo absoluto y la absoluta resistencia al diálogo en cualquier situación? Y, por fin, ¿el votante de Ciudadanos, una vez perdida la capacidad decisoria que pensaba tener, aceptaría que su líder se limitara a ser un activo intermediario dispuesto a aceptar tanto la solución alemana como la portuguesa o cualquier otra?
La ciudadanía española lleva ya mucho tiempo repartiendo el poder de una manera lúcida y sensata, y eso es lo que ha hecho de nuevo en las últimas elecciones generales. Ha reflejado admirablemente una realidad política que obliga a ejercer a fondo la capacidad de diálogo y entendimiento. Una capacidad que nuestros políticos tienen demasiado oxidada, después de largos años de un bipartidismo ya extinto para mucho tiempo. Pónganse a ejercitarla pronto porque va a ser –como lo es en toda Europa continental, con la única excepción de Alemania– el pan nuestro de cada día.
Partiendo de estas reflexiones, la sociedad civil tiene que levantar su voz y exigir al estamento político –cuya capacidad autocrítica es nula– que sea consciente de la penosa imagen que está dando, del daño que puede generar a la colectividad y de su obligación de superar sus intereses partidistas en favor de una gobernabilidad seria y eficaz, cualquiera que sea la componenda final. No tienen el más mínimo derecho a jugar con nuestro futuro.
Da una inmensa pereza aceptar la idea de una repetición de las elecciones, pero, visto lo visto y oído lo oído, es muy posible que sea la mejor solución para que el estamento político, ante su fracaso para intentar encontrar salidas válidas, reaccione, por fin, con un mínimo de sentido común –es lo máximo que podemos pedirle– y se clarifique algo más –no será mucho– la auténtica voluntad ciudadana.
Los líderes políticos reiteran una y otra vez que esa sería la peor de las soluciones, pero, paradójicamente, están haciendo –algunos, sin duda, conscientemente– todo lo necesario para que se convierta en la única posible.
No perdamos, sin embargo, toda esperanza. A este pueblo no hay quien le gane. Aguantará a pie firme y prevalecerá.