ARCADI ESPADA, EL MUNDO – 19/07/14
· Sí, hay una singularidad catalana. Cataluña es el lugar de España donde se concentra el mayor número de xenófobos, es decir, de personas que no quieren vivir con el resto de españoles. Según estimaciones diversas este número podría alcanzar el 30% de los ciudadanos catalanes. Otras lo alargan hasta más allá del 40. Los sociólogos y distintos expertos del alma colectiva vacilan respecto a la perdurabilidad y profundidad de este sentimiento, que vinculan con circunstancias como la crisis o con el sometimiento de la población a las instrucciones de sus élites políticas, sociales, mediáticas o deportivas. Algunos creen en su fácil reversibilidad y otros creen que es, en gran parte, un sentimiento indestructible.
Sea como fuere este es el más tajante hecho diferencial catalán. Hay otras características producto del medio o la cultura, pero que son menos importantes y están más compartidas con otras comunidades. Y, sobre todo, como en el caso de la lengua, son singularidades que se hallan plenamente satisfechas.
Es un sarcasmo que haya alguien en España, y además instruido, que para solucionar el llamado conflicto de Cataluña proponga una especie de blindaje de sus competencias en materia cultural y lingüística. Lo proponen para una comunidad que ha implantado en la escuela un sistema de inmersión que no tiene comparación posible y que solo ha podido aplicarse gracias a la cercanía técnica entre las dos lenguas mayoritarias de la población. Brindan, el blindaje, en apoyo de un Gobierno que ha obstaculizado sistemáticamente el cumplimiento de resoluciones judiciales que, sin derogar la inmersión, han tratado de corregir sus aspectos más hirientes en materia de derechos individuales. Y cuando el conocimiento, en fin, de la lengua y la potencia de su cultura es incomparable con la de cualquier otro período, incluso mítico, de su historia.
Hay otro rasgo de Cataluña que, sin ser único, sí es raro. Cataluña es una comunidad rica. Como suele pasar en las comunidades respecto de los Estados y en los barrios ricos respecto de las ciudades, algunos catalanes, y su actual gobierno en pleno, consideran que dan demasiado al fondo común. Aunque hay motivos de índole económica y política que aconsejan contribuir al sostenimiento de las comunidades más pobres siempre y en todas partes acaba emergiendo la justificación esencial de la solidaridad, que es la de formar parte de una cierta unidad moral. De ahí que la xenofobia y el «España nos roba» sean estaciones imprescindibles de tránsito, rotos en la trama de afectos, del elegantemente llamado pacto fiscal. Pero esto solo es, como puede comprenderse, un trazo secundario en el rasgo principal xenofóbico.
Aunque en este momento no llega a alcanzar los niveles catalanes el grado de xenofobia es también alto en el País Vasco, mucho menor en Galicia e insignificante en el resto de España, aunque creciente: cada vez hay más ciudadanos españoles hastiados de vivir con los catalanes. Es un problema notable que un Estado soporte en una de sus comunidades un grado de xenofobia semejante. No sólo lo es para los españoles que viven fuera de Cataluña sino también para más de la mitad de la población, no xenófoba, que vive en ella. Es completamente inmoral, por cierto, el establecer una equidistancia entre esos dos grandes grupos de catalanes, como si uno estuviera defendiendo los intereses nacionalistas catalanes y el otro los intereses nacionalistas españoles. Porque entre los dos grupos hay una distinción brutal en términos éticos: mientras unos no quieren vivir con los otros, los otros sí quieren hacerlo con los unos.
El problema existe. Hay que ocuparse. De ahí, por ejemplo, que un grupo de ciudadanos españoles hayamos firmado (y supe desde el primer día que tú también lo harías, querido amigo) el Manifiesto de los Libres e Iguales, que esta semana se ha presentado en Madrid. Este manifiesto aparece después de un reconocimiento realista del problema e incluye dos peticiones. La primera a los ciudadanos españoles, que son los principales afectados por la xenofobia nacionalista, para que tomen conciencia, abandonen su resignación fatalista y trabajen por la deslegitimación de los planes xenófobos; y para que su firmeza en este punto sea cordialmente compatible con el mantenimiento y la reparación de la trama de afectos española que el nacionalismo ha vulnerado. La segunda petición es al Gobierno y a los partidos que defienden el sujeto soberano constitucional para que sus negociaciones con el Gobierno desleal no supongan menoscabo de los derechos de los ciudadanos.
Si yo hubiera redactado el manifiesto a mi aire, asunto que a dios gracias no ha sucedido, lo habría encabezado con contundencia metafórica: «Modesta petición para que el Estado español no blinde la xenofobia». O aún mejor: para que no contribuya con la política al genérico blindaje conceptual que los nacionalistas han practicado con éxito indiscutible durante tres décadas, haciéndose dueños del marco y de las palabras del marco. Logrando, por ejemplo, que el conjunto de los españoles haya sido moralmente apartado de su derecho a decidir, camuflando el hosco privilegio en la dulce singularidad o imponiendo el prestigio de la diferencia a lo que no ha sido más que ruda discriminación.
Las razones por las que una parte de la ciudadanía catalana y la neta mayoría de sus representantes políticos han caído en la xenofobia merecen análisis detallados. Atenderemos, pues, a las conclusiones que los científicos sociales tengan a bien procurarnos. Pero mientras tanto habrá que hacerle frente. Primero poniendo el nombre real a las cosas: llamadle, por ejemplo, a la xenofobia lo que es, uno de esos vuestros tan preciados sentimientos que os hacen llorar como terneros. Y luego evitando que su inconmensurable chantaje político quede establecido y triunfante por ley.
ARCADI ESPADA, EL MUNDO – 19/07/14