ABC 13/05/14
IGNACIO CAMACHO
· El resentimiento contra la política y la criminalización de la clase dirigente han despenalizado moralmente el odio
Hace un par de semanas, en Colombia, un tipo muy exaltado rompió en pedazos un libro de Vargas Llosa delante del autor. El Nobel reaccionó sonriendo a la agresión simbólica pero no se resistió a dejar un comentario de advertencia: «Se empieza rompiendo libros y se acaba matando gente». Cuántas veces en la Historia se ha cumplido esa ley del fanatismo: la violencia es una escalera de hostilidad que arranca de los sentimientos, prosigue por las ideas y finaliza en los hechos. Y a menudo los climas sociales excitados, los estados perturbados de opinión y los delirios morales actúan como aceleradores de ese vértigo feroz que sube a grandes trancos los peldaños desde la frustración o la ira hasta el crimen.
En España hace ya algún tiempo que el resentimiento contra la política ha despenalizado moralmente el odio. Lo que comenzó como exabrupto de desahogo ha cuajado en un inflamado ambiente de anidmadversión colectiva. El acoso verbal o físico a los representantes públicos, el denuesto, la amenaza, el rencor visceral divulgado con impunidad en las redes sociales –¿verdad, Cristina Cifuentes?, ¿verdad, víctimas de ETA?, ¿verdad, Pere Navarro?– han desembocado en una criminalización populista de la clase dirigente. Hasta en el seno de algunos movimientos antisistema se debate ya sin tapujos sobre una «violencia necesaria» como respuesta a los abusos del poder. En medio de esta crecida de tensión demagógica, agresividad injuriosa y encono combustible no era aventurado presentir un salto cualitativo en el que la ofuscación armase alguna mano perturbada.
A la presidenta de la Diputación de León la mataron ayer dos veces. Una por presunta venganza individual y otra por pura fobia antipolítica. Dios sabrá qué clase de cegada enajenación cargó la pistola de su asesina. Es más fácil, por desgracia, identificar el origen de la abominable tendencia exculpatoria del crimen –o peor aún, inculpatoria de la víctima– que circuló en amplios segmentos de la opinión pública. La diatriba contra «la casta», la oleada de inquina, la repugnante empatía confesa por un crimen entendido como parcial desquite de un supuesto agravio colectivo. La falta de respeto y piedad por una mujer acribillada a balazos ante su propia casa. La comprensión paliativa o atenuante del asesinato, la alarmante ausencia de reproche social, no mayoritaria pero peligrosamente extensa, ante un suceso con inevitables reminiscencias de la atmósfera de violencia cainita de los años 30. La floración en internet de frívolos linchadores de salón enfermos de estupidez o de maldad. La expresión escalofriante y desacomplejada de un estado de ánimo rabioso y revanchista, de una primitiva y sectaria patología justiciera que viene a considerar a la homicida, más allá de sus propios y trastornados motivos, como sumarísimo y espontáneo brazo ejecutor de una suerte de yihad antipolítica.