José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- No parece probable que Díaz, de prosperar su proyecto, pueda entrar en convivencia y en connivencia ideológica y política con la zafia señora Rodríguez, conocida por Pam
En el ejercicio de la política, la excelencia no se valora solo con la métrica de los resultados, sino con la percepción de los estilos. Yolanda Díaz, militante en el PCE, además de cuidar su proyección pública, procura utilizar un lenguaje muy gráfico que circunvala normalmente la descalificación o el insulto, aunque es enérgico y, a veces, inclemente, sobre todo cuando se refiere a los empresarios y a la oposición. Su prurito por mantener un registro cuidado en la expresión y en la gesticulación —que a muchos les resulta excesivo— a otros complace.
La buena educación debe apreciarse en un modelo de debate ideológico y social tan intenso como el nuestro, de modo que, aun estando a distancia sideral de los propósitos de la vicepresidenta, no cuesta nada reconocer que es una mujer que comparece en público con cierta hiperglucemia que es siempre preferible a la acidez y la tosquedad. O, en otras palabras: lo hace dignamente, aunque muchos de sus discursos sean tan sectarios como tantos otros en la política española.
Desde esa perspectiva, no es compatible que Yolanda Díaz, hoy en Barcelona para ampararse en los comunes y propulsar su iniciativa para que espese ante la obviedad de su liquidez, pueda tener un correcto entendimiento con las desaforadas intervenciones públicas de Irene Montero, ni, sobre todo, con la zafiedad de su secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez, que en la grabación de un pódcast se mostró jocosa y sonriente, despreocupada y estúpidamente inconsciente sobre el hecho dramático de que agresores sexuales estén siendo excarcelados y/o beneficiados por los efectos retroactivos favorables de la llamada ley del ‘solo sí es sí’, debida a la factoría de Unidas Podemos asumida por el Consejo de ministros y que, técnicamente, es una ley peligrosa por deficiente.
Ángela Rodríguez —conocida con el sobrenombre de Pam— resultó zafia, lo que según el diccionario de la Real Academia significa que se mostró «grosera o tosca en sus modales, o carente de tacto en su comportamiento». La atenta visualización del video en el que la sonriente colaboradora de Montero se cachondea de la excarcelación de agresores sexuales —lo que debía invitar a un discurso grave, sereno, serio y autocrítico— ofrece la medida de la irresponsabilidad de situar en el Gobierno a personas sin la preparación mínima suficiente para la gestión de los intereses públicos.
Y siendo lo que ocurrió con Ángela Rodríguez una frivolidad hiriente, peor resultó su reacción a las críticas porque lejos de reconocer que estuvo desafortunada, salió a la palestra para reivindicarse y acusar a sus adversarios de lanzar bulos sobre ella y las feministas. A la zafiedad, Pam añadió la soberbia de los torpes. Ayer farfulló una insuficiente excusa en la televisión gallega, a remolque de las críticas de las ministras socialistas. Su incompetencia alcanza, incluso, a desconocer cómo debe autocorregirse cuando el yerro es tan evidente como el suyo.
Su incompetencia alcanza, incluso, a desconocer cómo debe autocorregirse
Se ha escrito que «el estilo es el hombre» (o la mujer) y si ese que muestra Rodríguez es el que airea y el de las otras mujeres que le reían las gracias y coreaban sus torpezas, no debiera permanecer en un cargo público que retribuimos todos los ciudadanos con nuestros impuestos. Nos adeuda un respeto, como nos lo deben todos aquellos políticos, de izquierda y de derecha, asalariados con el importe de nuestra contribución tributaria y que incumplen los más elementales códigos de la urbanidad y el respeto en palabras, gestos y comportamientos. Por eso, insisto, entre Yolanda Díaz, que procura guardar las formas, y Ángela Rodríguez —segunda del ministerio de Igualdad— no media solo una distancia ideológica, sino también una diferencia de actitudes que hacen que la eventual suma de sus esfuerzos políticos se convierta en una resta de posibilidades electorales. A través de estos síntomas de bifurcaciones en los comportamientos públicos se transparenta la incompatibilidad de los grupos de la izquierda extrema que explican lo complicado de su comparecencia electoral conjunta. El valor sintomático del episodio protagonizado por Rodríguez es definitivo a estos efectos.
Ha llegado ya el momento de reivindicar la urbanidad, las buenas maneras y la consideración a los auditorios ciudadanos. Estamos cayendo tan bajo que ya no se reclama mucho más que una correcta educación, un cierto estilo. Y, sobre todo, que no se insulte a la inteligencia de los ciudadanos tratando de transformar un alarde de zafiedad visto y oído en televisión en un ataque político, o peor, en una invención, en un bulo, porque así, Ángela Rodríguez no solo es una grosera, sino también una falsificadora de la realidad tomando por lerdos a los ciudadanos.
Llega un momento —y quizás sea el actual— en el que es mucho más didáctico que el presidente del Gobierno no trate de persuadir a Irene Montero (seguro que no lo hará, pero introduzco la hipótesis) para que cese a su secretaria de Estado a la que apoyó, sino que la deje a su aire, que continúe con sus zafiedades, con sus excusas renuentes, con ese estilo políticamente procaz, porque así los ciudadanos llegarán, si no lo han hecho todavía, a la convicción de que estamos en manos de demasiados indocumentados y, además, groseros. Las buenas maneras son una convención para convivir en sociedad con cierto sosiego y representan, por eso, una exigencia del más elemental civismo que si siempre exigible lo es mucho más en el ámbito público en una sociedad democrática.