Si pones a un zorro, aunque sea vegetariano, a cuidar el gallinero, lo más probable es que el responsable de cualquier accidente que sobrevenga a las gallinas acabe siendo el raposo.
Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia entre diciembre de 2011 y septiembre de 2014, propuso durante su mandato dos reformas a priori transcendentales para agilizar los plazos irritantemente lentos de la Justicia y garantizar la imparcialidad de los tribunales: la limitación del período de instrucción y el traspaso a los fiscales del trámite de investigación. Para llevarlas adelante encargó a una comisión de expertos un informe en el que estos propusieron que la fase de instrucción no se fuera más allá de los seis meses (ampliable a 36 únicamente en casos de gran complejidad). También respaldaron que el juez instructor, al que calificaban de “heredero del inquisidor”, pasara de una vez a mejor vida, homologando el procedimiento al de las democracias más avanzadas de la Unión Europea.
“El reproche que recibimos de los ciudadanos no es que tarden mucho los juicios. El juicio oral la gente lo comprende. El reproche viene por la duración de la instrucción”, argumentaba Gallardón. Por su parte, la comisión de expertos subrayó en su dictamen, con toda razón, que la figura del juez instructor tenía (y tiene) “comprometida” su neutralidad e imparcialidad al dirigir la investigación y, a la vez, decidir las medidas cautelares y el auto de procesamiento. La desesperante lentitud de la Justicia hacía tiempo que era una clamorosa queja ciudadana. La supresión de la figura del juez de instrucción, eliminada en la mayoría de países de nuestro entorno, se presentaba como una urgencia democrática. Ambas medidas, una vez realizadas las oportunas reformas (fundamentalmente, y en síntesis, un aumento de la plantilla de fiscales y el reforzamiento de su autonomía), parecían de sentido común. ¿Qué podía salir mal?
Los distintos gobiernos, de derechas o de izquierdas, han buscado sistemáticamente la manera de someter a la Fiscalía, yendo más allá de las prerrogativas que la ley otorga al Ejecutivo
La política, la pequeña política, era la que garantizaba que aquello iba a salir mal. El PSOE ya había propuesto con anterioridad que fuera la Fiscalía la que se encargara de la investigación, blindando de paso la imparcialidad del procedimiento con la nueva figura del “juez de garantías”. El Partido Popular, por aquel entonces muy alineado con las posiciones más conservadoras de la judicatura, se opuso a cualquier medida que restara poder a jueces y magistrados. Cuando Gallardón recuperó la idea, en parte empujado por las opiniones de sus colegas europeos, recelosos de un país que hacía gravitar su Derecho procesal penal sobre una ley de 1882, la reacción de los socialistas estaba cantada: acusaron a los populares, con razón, de pretender dificultar las pesquisas de los casos de corrupción en los que estaba envuelto el partido del entonces ministro de Justicia.
La desconfianza de los unos hacia los otros ha estado casi siempre justificada. Los distintos gobiernos, de derechas o de izquierdas, han buscado sistemáticamente la manera de someter a la Fiscalía, yendo más allá de las prerrogativas que la ley otorga al Ejecutivo. Aunque hubo excepciones. Hubo momentos, en tiempos no tan lejanos, en los que la cúpula de la Fiscalía estuvo en manos de profesionales de prestigio que cumplieron con pulcritud su función constitucional y no se plegaron a las presiones. Conservadores o progresistas, pero conscientes de la trascendencia de su encargo: “El Ministerio Fiscal ejerce sus funciones por medio de órganos propios conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad” (Artículo 124, CE).
Antes la presión política sobre la Fiscalía era más sutil. ¿Hipocresía? Puede, pero era mejor eso que la indiferencia con la que ahora se dinamita la arquitectura constitucional
El cuidado de las formas es la primera prueba de respeto a los contrapesos democráticos consagrados por la Constitución. La calificación de conservador o progresista, aplicada a magistrados, jueces, fiscales y resto de altos funcionarios del Estado, ha sido históricamente un lastre, pero nunca se había alcanzado un nivel de descrédito institucional como el de hoy. ¿Cuál es la diferencia? En que antes la presión política era más sutil. Había un cierto consenso para en la medida de lo posible evitar daños irreparables a la institución. ¿Hipocresía? Puede, pero era mejor eso que la indiferencia con la que ahora se dinamita la arquitectura constitucional a los solos efectos de atender las exigencias de un fugado para permanecer en el poder. Es esa indiferencia, ese desprecio hacia la institución de la Fiscalía, ese descaro con el que se ha colocado al zorro al cuidado del corral, lo que más allá del debate jurídico ha provocado la “rebelión” del gallinero, dicho sea con todo respeto.
Desde el plano estrictamente jurídico, el mensaje de la mayoría de componentes de la Junta de Fiscales del Supremo no ha podido ser más contundente: 11 de ellos frente a 4 concluyeron que hay base legal para investigar por terrorismo a Carles Puigdemont y Rubén Wagensberg. Pero tan trascendente como la lectura jurídica (o más) es la “política”: la buscada escenografía de una reunión que los fiscales, en defensa de su estatuto y de su credibilidad, han querido que tuviera un inusual impacto público; la crudeza con la que tras la reunión han denunciado que la decisión final del Fiscal General del Estado será contraria a la opinión mayoritaria de la Junta; el atrevimiento de recalcar ante la opinión pública que es el zorro el que está al cuidado del establo, son todos ellos mensajes que a conciencia revelan la gravedad del momento.
¿Qué cuándo se jodió del todo la Fiscalía? Sobre eso hay pocas dudas: “La Fiscalía de quién depende…”. Pues ya estaría. Desde entonces, noviembre de 2019, todo en esa casa ha ido a peor, hasta derivar en calamidad con el nombramiento de la ministra de Justicia, Dolores Delgado, como Fiscal General. Ahora se remata la faena con la propuesta resucitada de reducir la duración de la instrucción para allanar el camino al proyecto de ley de amnistía. Y es que, volviendo al principio, si pones a un zorro vegetariano a cuidar del gallinero, todavía. Pero si el zorro es carnívoro, mejor que vayas pensando en dedicarte a la apicultura.