Vicente de la Quintana Díez-ABC

  • «Hay que optar. Lo característico del socialismo –el partido del laboratorio– es su ‘arrogancia’, por decirlo con Hayek. Los que nos sabemos ignorantes y falibles creemos en la libre cooperación social. A los planificadores les basta con imponer a martillazos su programa»

Estábamos avisados. El Partido Socialista Obrero Español –cuatro palabras, cuatro mentiras–, publicó el mes de noviembre, en puertas de su 41º Congreso Federal, la ponencia-marco. En ella ocurría este párrafo: «Hubo un tiempo en el que al PSOE le bastaba con importar ideas de fuera. Nuestras personas mayores estudiaban con admiración las políticas que aplicaban los gobiernos socialdemócratas de Centroeuropa y Escandinavia y se afanaban por traerlas a nuestro país. Hoy, las tornas han cambiado. España ya no puede copiar, porque está a la vanguardia de la socialdemocracia europea. Es uno de sus principales baluartes y referentes. Uno de los laboratorios más exitosos de generar progreso. Esta posición de liderazgo (…) nos obliga a innovar y a acertar, porque somos nosotros y nosotras quienes tenemos que dibujar la próxima utopía socialista».

Dejo para otro día la alusión condescendiente a «nuestras personas mayores» y su trasfondo edípico y parricida. Lo más comentable es que el socialismo español quiera dejar de hacerse el sueco y haya concretado, por fin, su concepto de España. Ahora ya sabemos que el país gobernado por Pedro Sánchez es «un laboratorio de generar progreso». A confesión de parte, relevo de prueba. No se entiende la irritación socialista con el ‘Daily Telegraph’ por atribuir el apagón ibérico a un experimento. Después de todo, ¿qué se hace en los laboratorios? ¿No somos vanguardia? Entonces, ¿por qué no batir récords de velocidad en transición energética? Lo coherente hubiera sido sacar pecho y, por una vez, decir la verdad: sí, el experimento salió mal, pero todo progreso tiene un precio y liderar la descarbonización puede dejarte a dos velas. En tiempos de oscuridad conceptual los socialistas deberían sentir orgullo por la luminosa «utopía» trompeteada en su ponencia. Aunque al ensayarla estemos regresando a las cerillas y los transistores a pilas.

Qué revelador lo de concebir España como un laboratorio. Vale la pena darle una vuelta. Porque toda actitud política traduce una visión del mundo y de la sociedad. Según la filósofa Chantal Delsol, hoy puede advertirse un nuevo eje divisor en el debate público: los que quieren sustituir este mundo y esta sociedad y los que quieren defenderlos y mejorarlos. Delsol ilustra su tesis hablando de «jardineros» y «demiurgos». Así, a este lado del muro, los expulsados del Edén concebimos el gobierno como un arte asimilado a la jardinería. Un jardinero opera desde el respeto al objeto de su cuidado. No imagina que pueda producir una planta. Cultiva, ayuda a crecer lo que existe sin su concurso; de ahí su humildad. Sería absurdo decir que «deja hacer» a la naturaleza, o que se cruza de brazos mientras observa el crecimiento desordenado de la vegetación. Al contrario, se esfuerza denodadamente en lograr buenos resultados. Ejerce una forma de poder que aumenta el sabor de los frutos que obtiene y, a veces, refuerza las defensas de las plantas gracias a técnicas aprendidas o inventadas. Practica un arte; pero siempre permanece tributario de un orden que él no ha dictado y que, en buena medida, le sobrepasa. Cuando es industrioso y humilde, mejora lo que toca; cuando es pretencioso, lo arruina. Se maravilla ante el mundo porque se siente más pequeño que él; no lo ha inventado ni es su dueño. Es heredero de un mundo que existía antes que él pero que está, ante él, inacabado. Trabaja para civilizarlo y embellecerlo.

Frente a la visión del jardinero se levanta la del «demiurgo». Cierta corriente posmoderna ha desarrollado algunos presupuestos de la modernidad hasta descoyuntarlos. Por ejemplo, la idea del progreso como «liberación». Prometeo simbolizaba el progreso y la emancipación humana. Pero su versión radicalizada da lugar a un neo-prometeísmo monstruoso: por algo Mary Shelley tituló su novela ‘Frankenstein, o el nuevo Prometeo’. Esta corriente demiúrgica –añade Delsol– intenta producir una humanidad indócil a todo lo dado. No tiene ningún interés en cultivar el mundo humano, porque busca rehacerlo. Camus, en su discurso de aceptación del Nobel, dijo que todas las generaciones se habían sentido destinadas a rehacer el mundo, pero que la suya tenía una tarea mayor: evitar que se deshiciera. Camus se estaba pronunciando, en esa ocasión, como jardinero.

El problema del prometeísmo es desorbitarse; buscar no tanto la mejora del mundo y la sociedad sino su transformación radical. Según Delsol, podemos decir que entramos en el orden demiúrgico –frankensteiniano– desde el momento en que el impulso hacia la emancipación deja de reconocer límites. Entonces destruye lo que se había propuesto engrandecer. Los límites no son fáciles de reconocer, pero negarlos es temerario. Quienes dicen «no hay límites» justificarán que su impulso sea ciego y los ignore, porque para ellos todo lo que avanza ciegamente hacia la emancipación es el bien o conduce a él. Como políticos resultan inquietantes porque solo respetan lo que ellos mismos son capaces de producir; en última instancia, solo se admiran y respetan a ellos mismos. Padecen una suerte de narcisismo trascendental. Por lo demás, defender y proteger la sociedad no significa bloquear su evolución. Solo implica tomar la realidad en serio; creer que el mundo natural y humano comporta una estructura, tiene unas leyes internas que deben conocerse y respetarse. En el fondo, es creer que mundo y sociedad poseen validez, son legítimos. Refiriéndose a Menéndez y Pelayo, Eloy Bullón expresaba esto mismo, hace más de medio siglo, valiéndose de una metáfora idéntica a la usada por Delsol: «(Don Marcelino) tenía presente que los poderes públicos no actúan sobre seres inorgánicos, sino sobre individuos conscientes y libres, cuyas actividades vitales, aun para dirigirlas, hay que respetar, a la manera como el jardinero necesita contar con las leyes funcionales de la vida de las plantas. El arte del gobierno no es geometría, sino alta y nobilísima biología social». No es indiferente que el poder lo ostente un «jardinero» o un «demiurgo». El primero reconocerá como límite la vida autónoma del objeto encomendado a su custodia; el otro lo manipulará a su antojo, tomándolo como material inerte, maleable a voluntad.

La denuncia de la mentalidad de laboratorio llevada a la política está lúcidamente argumentada por Adam Smith en su ‘Teoría de los sentimientos morales’: «El hombre doctrinario se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del ajedrez solo tienen el principio motriz que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle».

Laboratorio o jardín: hay que optar. Lo característico del socialismo –el partido del laboratorio– es su «arrogancia», por decirlo con Hayek. Los que nos sabemos ignorantes y falibles creemos en la libre cooperación social. Los planificadores prescinden de ella en nombre de un conocimiento superior del que se declaran portadores. La idea de rehacer la sociedad de acuerdo con un esquema que supone que al planificador le sobran, entre otras muchas cosas, el mercado y las tradiciones; les basta con imponer a martillazos su programa, haciendo de la sociedad un lecho de Procusto. En España, esta actitud política es más peligrosa todavía, porque a los directores de nuestro laboratorio no solo les falta modestia; también carecen de ciencia, de prudencia y de pudor. Para conducir experimentos de ingeniería social, mejor graduados del MIT que peritos en putas y cloacas.