Fernando Savater-El País
No intentar comprender lo incomprensible: la última protesta de la razón humanista que defiende su cordura negándose a “dialogar” con el exterminio
Arturo Pérez-Reverte se ha quejado, con bastante razón, de la sobreabundancia de relatos con Auschwitz en el título para enganchar al impresionable lector. Yo tengo claro que cualquier lista de las 10 mejores piezas literarias del siglo XX no puede excluir Si esto es un hombre, de Primo Levi. Pero supongo que el ínfimo nivel de las narraciones sobre Auschwitz lo ocupan quienes han ido un solo día, como yo, y no renuncian a contar sus impresiones sobre el lugar. ¿Qué podemos decir que no haya sido expresado ya con más autoridad y experiencia? Sin embargo, ¿cómo callar ante el reto de esta devastación íntima, tan imposible como no emitir una queja o una dolorida protesta, por tópica que sea, al sufrir una quemadura o un desgarramiento mutilador? Esos textos inevitables suelen empezar así: “El día que llegué a Auschwitz…”.
No era peor de lo que me esperaba, como me avisaban los agoreros, ni desde luego mejor sino real. Todo estaba allí, con la mansedumbre terca y finalmente agresiva de las cosas, que no se desvanecen como los relatos, las películas, los fantasmas. Las cosas absurdas pero implacables: toneladas de pelo cortado que llenan un almacén, montañas de zapatos precedidos por varios pares infantiles como ratoncitos curiosos, y miles de cepillos, maletas, latas de betún… Restos humanos de la inhumanidad, lo desechado. Bandadas de adolescentes gorjean por las salas del horror, divertidos sin poder remediarlo, benditos sean. Sus maestros intentan explicarles… ¿qué? Lo cuenta Primo Levi: en la escudilla en que les servían su mísera sopa, unos raspaban su número, otros su nombre, y un francés grabó: “Ne pas chercher à comprendre”. No intentar comprender lo incomprensible: la última protesta de la razón humanista que defiende su cordura negándose a “dialogar” con el exterminio.