Horacio Vázquez-Rial, LIBERTAD DIGITAL, 1/12/11
Santiago González, gran periodista y gran ciudadano, ha escrito un gran libro, que nadie que se interese por el análisis político puede dejar de leer y conservar en su biblioteca. No por su refinada disección de los mecanismos mediante los cuales el hombre que más daño ha hecho a España en varias décadas, José Luis Rodríguez Zapatero, consiguió mantenerse en el poder durante siete, casi ocho años, con el voto mayoritario de los españoles, sino por los parámetros a partir de los cuales hace esa disección.
En Lágrimas socialdemócratas. El desparrame sentimental del zapaterismo, González propone un método y lo aplica a un caso. La exposición del caso es impecable y su lectura es enormemente placentera, como siempre que uno se encuentra ante una gran inteligencia. Pero lo más importante del libro, con ser éste en su conjunto una obra acabada, es el método. Porque la idea de que el zapaterismo –y el buenismo como sistema– apela a la vena sentimental del espectador para perpetuarse a partir de un discurso completamente hueco puede parecer una obviedad, pero es del todo novedosa en la politología. Nadie, que yo sepa, se había ocupado de definir la sentimentalidad de las izquierdas con minuciosidad comparable.
La oquedad de la mayor parte de los discursos políticos se da por sentada. El hecho –muy sabiamente señalado por González con oportunos ejemplos– de que a un doctrinario como Zapatero no le tiemblen el pulso ni la voz al decir hoy precisamente lo contrario de lo que ha dicho hace cuatro días es algo harto repetido a lo lago de la historia. Yo estudié el fenómeno en el caso de Perón, que jamás dejó de decir lo contrario de todas y cada una de sus afirmaciones, y al que sus seguidores citan con frecuencia en un sentido y en el otro sin hallar jamás la contradicción. También Lenin ofrece posibilidad semejante en sus textos para el lector atento, y el propio Marx abunda en contradicciones.
Los que vivimos en la izquierda nuestras juventudes aprendimos dos cosas inefables que finalmente nos vimos obligados a desaprender –al menos, aquello de nosotros que fuimos capaces de aceptar las chocantes evidencias de la realidad–: por un lado, nos convencimos de que el marxismo, fundamento aparente de las políticas de las izquierdas, era una concepción científica del mundo en general, y de la sociedad y de la historia en particular, en la que, en consecuencia, lo sentimental y lo estético tenían poca cabida; por otro lado, nos convencimos de la superioridad moral de la izquierda y, sobre todo, de la superioridad moral de sus dirigentes. Ni Lenin, ni Stalin, ni Hitler, ni Mussolini ni Castro quisieron jamás verse incluidos en la categoría de los políticos: ellos no hacían política, sino revoluciones: hacían la historia, no se contaminaban incurriendo en las minucias del presente. De ahí que durante largo tiempo carecieran de biógrafos: tenían hagiógrafos y evangelistas.
Cuando Santiago González explica cómo fue preparando Zapatero su propio evangelio, cómo fue reinventándose, cómo reelaboró su pasado, adaptándolo de modo que sus acontecimientos fueran ordenándose en función del salvador de la patria que surgió de ellos, resulta evidente que se trata de algo reiterado, que cualquiera de los personajes que he mencionado en el párrafo anterior hizo lo mismo en su día. Hasta Trotski, que escribió más páginas autobiográficas que cualquiera de los otros, llenas de contradicciones flagrantes, consiguió su propio evangelio cuando ya había perdido el poder efectivo: lo hizo desde el poder enorme que da la superioridad moral. Y, sobre todo, lo hizo desde la explotación consciente de su condición de exiliado, es decir, de víctima, que le permitió una reforma amplia del pasado, incluyendo sus iniquidades como dirigente real, como jefe del ejército vencedor en una revolución sangrienta y su correspondiente guerra civil.
Ninguno de ellos tuvo la ciencia como referente, sino que se volcó en la sentimentalidad, porque es ahí, no en el espacio de lo racional, donde se construye el líder. Si nos afirmáramos en lo racional, ningún hombre soportaría el escrutinio, todos serían excluidos de lo político, pero es cierto, y forma parte de nuestra historia inmediata, que pueden transitar la senda del poder no pocos hombres dotados de sentido común, de los cuales es paradigma Mariano Rajoy. Es probable que su llegada a la presidencia del Gobierno se deba precisamente a su escasa preocupación por la sentimentalidad y la estética: todo el mundo, después de años de desparrame sentimental –afortunada expresión de Santiago González–, necesita un descanso.
Será interesante leer una historia sentimental y moral de las izquierdas. Es una obviedad. Como a Santiago González le encantan los ejemplos sentimentales, remito a la escena de El acorazado Potemkin en que se dispone bajo una tienda improvisada, en el muelle, el cadáver del marinero rebelde Vakulinchuk y alguien tiene la idea de poner un cartel en el que se explica su muerte al pueblo que baja de la ciudad para rendirle homenaje. El cartel dice: «Por una cucharada de sopa». Y a eso queda reducido todo, toda la revolución soviética y el socialismo aún por llegar: una cucharada de sopa es algo indiscutible para el corazón. Podríamos empezar por Eisenstein y destripar a Münzenberg. Aunque Zapatero no esté a la altura de ninguno de los dos.
Horacio Vázquez-Rial, LIBERTAD DIGITAL, 1/12/11