El estado laico es neutral ante las confesiones religiosas, ¿pero puede tolerar que en nombre de la religión se ultraje a la dignidad, se discrimine a la mujer, se practique la poligamia, aunque ello quede en el espacio de una comunidad religiosa y cultural, y no trascienda al ámbito público del Estado? Sería una aberración entender que la laicidad lleva a la neutralidad.
En diciembre de 1905 se promulgaba en Francia la ley de separación de las Iglesias y el Estado, cuyo primer artículo reza que «la República asegura la libertad de conciencia y garantiza el libre ejercicio de los cultos» y en el segundo añade: «La República no reconoce, no paga ni subvenciona ningún culto». Esta ley fue rechazada por el Papa Pío X en una encíclica, publicada en febrero de 2006, cuyo título -Vehementer- da buena cuenta de su tono. La laicidad se abrió paso en Francia a través de una lucha entre la revolución y el tradicionalismo católico y, por eso, su implantación no estuvo exenta de sectarismo. En cambio el laicismo americano tiene unas raíces muy diferentes y es el resultado de un proceso distinto. Nadie protesta porque el presidente norteamericano jure su cargo con la mano sobre la Biblia. Es claro que en nuestro solar hispano el paradigma de la laicidad es el francés. Y la prevención es tan grande que aún hoy hay quienes, basándose en el artículo 16.3 de nuestra Constitución, aceptan que España sea un Estado aconfesional, pero niegan rotundamente que sea laico.
Pero toca hoy hablar de Francia, porque donde se pensaba que estaba más afianzada, la laicidad se ha convertido en tema de acuciante actualidad, de una manera que exige replantearla con perspectivas nuevas. Pensemos en el conflicto presentado por la asistencia a la escuela de muchachas portando el shador, el velo vinculado a la fe musulmana. El ministro del interior francés y presidente del UMP, el partido del Gobierno, ha hecho una propuesta que ha conmovido al tradicional espíritu laico galo: la conveniencia de que el Estado financie la construcción de algunas mezquitas para los musulmanes franceses. Con esta medida se trataría de cortar las subvenciones extranjeras, que conllevan hipotecas ideológicas, a la vez que de acabar con el islam de sótanos y garajes, donde, al margen de todo control, se inculcan las tendencias más fundamentalistas. Sarkozy encontró apoyos incluso en la izquierda, pero también descalificaciones rotundas, empezando por la del primer ministro, que consideraban su propuesta incompatible con el Estado laico. La elevada población musulmana de Francia replantea muchas cuestiones sobre el diálogo intercultural y sobre una de sus principales derivaciones: el papel de las religiones en los diversos ámbitos de la vida social. Ante esta necesidad de repensar la laicidad, se constituyó en Francia, por iniciativa del presidente de la República, una comisión de intelectuales, conocida como ‘Comisión Stasi’ por el nombre del defensor del pueblo, que era su presidente, que ha elaborado un importante informe sobre esta materia.
La laicidad está basada en el respeto por parte de los poderes públicos a la conciencia de cada persona. El Estado tiene que crear un espacio donde todas las personas puedan convivir, sin sentirse discriminadas, independientemente de su religión o cosmovisión. En este sentido el Estado es neutral desde el punto de vista religioso, no se legitima religiosamente y no privilegia a ninguna confesión. La laicidad es la garantía de un marco de convivencia compartido por todos, lo que supone la aceptación de unos procedimientos y de unos valores democráticos. Ni el Estado favorece a una confesión religiosa por serlo ni ninguna Iglesia legitima al Estado o goza de un reconocimiento especial. Pero no hay que confundir la laicidad con el laicismo entendido como la actitud que intenta combatir las creencias religiosas, quizá por considerarlas esencialmente contraproducentes o expresiones de inmadurez cultural. Más bien, la laicidad, al establecer un común denominador ético y unas reglas procedimentales, a la vez que libera de todo proselitismo a las instituciones públicas del Estado, abre el espacio para que pueda darse un diálogo libre, abierto y democrático sobre las cuestiones que afectan al sentido de la vida, a las encrucijadas morales y a la misma fundamentación de la moral. Es decir, una sociedad laica no se basa en el nihilismo axiológico, sino que moviliza los recursos intelectuales y morales de la sociedad, necesariamente diferentes, y promueve un proceso dialógico y deliberativo, jamás impositivo, consustancial con la democracia y que la enriquece.
Sin embargo es insuficiente definir la laicidad como la neutralidad del Estado ante toda cosmovisión y como su separación de toda confesión religiosa. La laicidad es incompatible con la dominación de las conciencias y de unas personas sobre otras. La neutralidad solo puede advenir legítimamente en le medida en que este requisito se cumpla. Y aquí surge el problema. El Parlamento francés acaba de certificar la existencia de una «inquietante regresión de la condición femenina» entre las poblaciones procedentes de la inmigración. La socióloga Hélène Orain afirma que se va «implantando una versión muy tradicional de la mujer musulmana velada, en casa, sumisa, que sufre todas las humillaciones que se la impongan. Es un discurso extremadamente patriarcal, machista y reaccionario». Una comisión presidida por la diputada Marie-Jo Zimerman, constata que el repudio y la poligamia son prácticas muy extendidas entre estos núcleos de población, que se atienen a las normas ancestrales de sus países de procedencia y no se ajustan a la legislación francesa.
El estado laico es neutral ante las confesiones religiosas, ¿pero puede permanecer indiferente ante lo que se haga en nombre de las religiones en el ámbito de comunidades que se rigen por normas de sus propias tradiciones? ¿Puede el Estado tolerar que en nombre de la religión se ultraje a la dignidad humana, se discrimine a la mujer, se practique la poligamia, aunque todo ello quede en el espacio de una comunidad religiosa y cultural, y no trascienda al ámbito público del Estado? En mi opinión, sería una aberración entender que la laicidad lleva a la neutralidad ante estas cosas. La Comisión Stasi propugna revisar el viejo ideal laico que establece la separación estricta entre la Iglesia y el Estado, porque la laicidad no es una simple barrera que obliga a respetar la separación mencionada, sino que impone a los poderes públicos la exigencia de que adopten un papel activo en la defensa y consolidación de «los valores comunes en que se basa el Pacto Republicano».
Por eso pienso que una laicidad que tiene como primer principio la no discriminación, lleva a prohibir el uso del shador en los espacios de la administración pública en los casos -que son probablemente muy mayoritarios- en que su uso exprese la mentalidad machista y la discriminación de la mujer. La laicidad integra a las minorías y se opone a toda clase de dominación, incluidas las ejercidas por las minorías.
La laicidad exige tomar medidas contra el adoctrinamiento ideológico teocrático, totalitario y fanático. En este marco hay que entender la propuesta de Sarkozy, que me parece muy digna de consideración. No se puede permanecer en los esquemas de un laicismo dogmático, que no responde a las situaciones actuales. Pensemos, además, que la laica Francia ayuda, de hecho, a diferentes cultos de forma indirecta (deducciones de impuestos y subvenciones). Incluso con la ley en vigor, el Estado subvencionó la construcción de la moderna catedral de Evry, inaugurada en 1995, bajo el pretexto de financiar un museo de arte sacro. Quiero decir que el Estado no se hipoteca ni comete agravio comparativo alguno si ayuda a la creciente colonia musulmana a construir algunas mezquitas. El asunto es delicado y de gran trascendencia política. Se trata, por una parte, de evitar una subvención extranjera incontrolada que vaya de la mano de una orientación fundamentalista de los imanes; pero, por otra, entra en juego la posibilidad de controlar el ajustamiento a las normas democráticas de los dirigentes de la comunidad islámica y de sus enseñanzas, sin que ello de pie a un paternalismo de Estado o a un quebranto de la genuina libertad religiosa.
Como ha dicho muy acertadamente G. Kepel, en los suburbios de las grandes urbes europeas (París, Londres…) se juega el futuro del Islam, la orientación que en él va a prevalecer, porque es en estos lugares donde se está confrontando con la modernidad y con la democracia. No nos engañemos: el fanatismo islámico desarrolla virtualidades endógenas de esa fe religiosa, que no se superarán si no introduce en su seno el espíritu crítico y la tolerancia. En Occidente hay que replantear el tema de la laicidad, conquista irrenunciable de la modernidad e inseparable de la democracia y, al mismo tiempo, superar tratamientos políticos discriminatorios (problema palestino) e impedir que los barrios de emigrantes árabes se conviertan en bolsas de marginación social, porque todo esto sirve de caldo de cultivo a la ideología fanática más expansiva y peligrosa de nuestros días, como se está poniendo de manifiesto en la respuesta bárbara y absolutamente desproporcionada ante unas caricaturas, en mi opinión desafortunadas, de Mahoma.
(Rafael Aguirre es catedrático de Teología en la Universidad de Deusto)
Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 7/2/2006