IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

Las declaraciones judiciales de los máximos directivos de Iberdrola ocupan hoy la atención mediática, como antes lo hicieron los de CaixaBank y Repsol; y, antes aún, los del BBVA. La irrupción del excomisario Villarejo, a quien acompaña de manera permanente un fétido tufo a cloaca, en las altas esferas mercantiles del país es un hecho lamentable y la reiteración de su presencia en los pasillos judiciales no resulta edificante en absoluto. Máxime, cuando los asuntos de los que se ocupan los tribunales no caen dentro del área mercantil o empresarial, ni siquiera las habituales disputas entre grandes competidores, sino que se refieren a oscuras luchas por el poder con la utilización de armas no convencionales.

Pero por más que sorprenda esa constante traslación de responsabilidades escalafón abajo, y por más que llame la atención la ausencia de control de los proveedores en empresas que habitualmente los escudriñan con esmero y detalle, nunca debemos olvidar que los rumores y las sospechas son eficaces en las barras de los bares y en la tertulias de café, pero inservibles en los tribunales que juzgan hechos probados y atribuyen responsabilidades concretas.

Sin embargo, salvando todas las presunciones de inocencia y siendo cuidadosos, sí cabe preguntarse cómo es posible que todo el enorme aparato construido en estas empresas para garantizar el cumplimiento de los procedimientos acordes no solo con la legalidad más estricta, sino también con los principios éticos más exigentes, no hayan sido capaces de evitar estas situaciones y ni siquiera de opinar después sobre ellas, una vez conocidas y aterrizadas en los juzgados.

La reputación de las personas, de las empresas y de las instituciones es un bien quebradizo que se debe proteger con cuidado y aquí ha sido dañado de manera grave. En el caso de Iberdrola, tan grave que ya ha tenido consecuencias operativas en los Estados Unidos. Por eso llama la atención la escasa intervención de los comités de auditoría, de ética y cumplimiento. Escudarse detrás de la tramitación judicial no sirve, pues los planos son diferentes. Los tribunales juzgan los hechos, mientras que la gobernanza gobierna la empresa.

También resulta lamentable que la acción de la Justicia sea tan premiosa. En los países más avanzados los asuntos judiciales complejos se solventan en meses o en pocos años, mientras que aquí se arrastran durante décadas. ¿Es razonable que aún estemos en la fase de instrucción, que no en un juicio oral, de asuntos con más de diez años de antigüedad? Las garantías procesales son otro bien a proteger, pero su ejercicio no puede costar una década de trabajos. ¡Y los que aún faltan!