Rubén Amón-El Conidencial

  • El turbio debate de los seis candidatos, obscenamente derivado a la refriega de la pandemia, refleja el pacto PP-Vox y demuestra el pacto de no agresión entre los partidos de izquierda

El deporte nacional de la política española siempre ha consistido en el lanzamiento de muerto. Sucedía en los años de plomo. Ha ocurrido con los sudarios de la pandemia. Y volvió a pasar en el debate alevoso y nocturno de Telemadrid. Desde el primer momento. Y desde el instante en que Ángel Gabilondo aprovechó su primer turno para restregarle a Díaz Ayuso los muertos de las residencias.

Sobrevino entonces el banderazo que inauguraba la refriega de los candidatos. Y la colisión de las administraciones que representaban Ayuso e Iglesias en el reproche de las respectivas negligencias. Quiso recordarles Edmundo Bal a los presentes que no procedía politizar el dolor ni mercadear con los cadáveres, pero el consejo no podía prosperar ni dar lugar a un debate adulto. Muertos contra muertos. Ancianos contra ancianos. Un debate irresponsable, morboso y trepidante que permitió a Ayuso atribuirse el minuto de oro en alusión al fenómeno menguante de Pablo Iglesias: “Es usted una pantomima”.

El líder de Podemos, moño de ‘geisha’, pendientes de bucanero, parecía una suerte de pitoniso, aunque el detalle más sorprendente de la puesta en escena consistió en la indumentaria idéntica de Ayuso y Mónica García. Debían sentirse como Groucho y Harpo Marx en la escena del espejo de ‘Sopa de ganso’, aunque la coincidencia del vestuario no predispuso la menor afinidad en las ideas. Tanto Ayuso remarcaba su providencialismo libertario, tanto García le reprochaba la precariedad del sistema de salud y las actitudes: “Es usted altiva, desafiante y faltona”..

No fue un debate de ideas, sino de estrategias. Resultó flagrante el pacto de no agresión entre los tres candidatos de la izquierda. Resultó evidente el celo con que Ayuso pretendía desmoralizar a Iglesias entre interrupciones y golpes bajos. Resultó sospechosa y hasta concluyente la coreografía armoniosa que se trajeron la presidenta de la comunidad y Rocío Monasterio, más o menos como si ya hubieran suscrito el pacto de investidura.

Lo demuestra que la propia candidata de Vox, obsesionada con los ‘menas’ e irritante con el sabotaje a la normalidad del debate, acudiera en ayuda de Ayuso cuando se recrudecían los ataques de la coalición ‘progresista’. No es habitual que las tribus de la izquierda se avengan a compartir la pipa de la paz, menos aún cuando hay un trono político en juego, pero la corpulencia electoral de la lideresa popular sobrentendía la serenidad de los candidatos afines. Compadres, camaradas, aliados. “Ángel tiene toda la razón”, condescendía Iglesias con Gabilondo, remarcando la empatía del socialista hacia el estupor de las colas del hambre.

Y no puede decirse que Gabilondo se desenvolviera con demasiada comodidad. Parecía un cuerpo extraño. Quizá por la distancia generacional. Y porque el protagonismo de Sánchez en la campaña madrileña ha depauperado su propia credibilidad. Se echaba de menos al presidente del Gobierno entre los candidatos. Y parecía incluso que Díaz Ayuso se sentía desmotivada en ausencia de su antagonista. Se diría que acudió al debate para salir intacta. No se produjeron deslices ni ocurrencias. Prevaleció la eficacia de un planteamiento conservador. Y no hubo mayores sobresaltos que el cuerpo a cuerpo con Iglesias, cuya promesa más concreta repercutió por su candidez y hasta por sus cualidades terrenales: gafas gratis y dentista para todos.

Cuesta trabajo creer que un debate tan previsible vaya a tener efectos electorales concluyentes. Están claramente definidos los bloques —la izquierda contra el PP-Vox— y resulta voluntarista el esfuerzo con que Edmundo Bal quiso exponer su rechazo a los extremos (Iglesias y Monasterio), aunque no puede asegurarse que el esfuerzo de combatir la polarización vaya a rescatar a Cs de la maldición del 5%. Ni siquiera Ayuso pareció considerarlo un eventual costalero.

¿Quién ganó el debate? La pregunta es una obligación en un debate de estas circunstancias. Y la respuesta depende de las expectativas y de las necesidades. El propio Iglesias, desdibujado en una liga menor, no demostró sus cualidades de telepredicador ni le creó problemas a Díaz Ayuso, del mismo modo que Gabilondo parecía encontrarse en una mesa de juego incómoda. Por eso, la mayor sorpresa del debate consistió en la oportunidad de un pacto tan recomendable como inverosímil: Edmundo Bal y Mónica García, el centro y la izquierda sin el lastre del sectarismo.