EL MUNDO 18/01/14
ARCADI ESPADA
Querido J:
Lanzmann ha estrenado su última película y, como comprenderás, me ha faltado tiempo. Mi interés por este hombre crece a cada paso. Su mezcla rara de potencia y sensibilidad. Cuando la que fue su amante Simone de Beauvoir se refirió a Shoah como la Guerra y Paz de nuestro tiempo creo que sabía lo que decía. Lanzmann tiene una espalda poderosa, imprescindible para echarse encima las obras formidables (también sus memorias) que ha consumado. Pero su fuerza está al servicio de la verdad afinada, difícil, y del detalle sensible y delicado. Tolstoi, sí. Toda esa virtud resplandece en El último de los injustos, la película que protagoniza Benjamín Murmelstein, un dirigente de los Consejos Judíos en Viena y en Praga que sobrevivió al nazismo. La película es un cabo que quedó suelto de Shoah. Mientras estaba empezando a trabajar en su ópera magna, Lanzmann mantuvo durante una semana de 1975 largas conversaciones con el Injusto. Pero ese material no llegó a formar parte de la película. No he logrado hacerme una idea muy clara del porqué. Esta circunstancia le da un particular atractivo secundario: vemos al cuarentón Lanzmann trabajando en directo para su Shoah, y fumando como una chimenea, y lo vemos luego, casi 40 años después, protagonizando escenas inconmensurables como la de la reconstrucción del asesinato de otro dirigente judío, Eppstein, en el siniestro muro de los fusilamientos del campo de Terezín.
El azar ha hecho que coincidieran los estrenos de la película Hannah Arendt, de Von Trotta, y la de Lanzmann. Es un azar feliz y polémico. Dos de los asuntos claves de El último de los injustos implican a Arendt, que es también citada por Murmelstein durante la larga conversación con Lanzmann. El primer asunto alude a Eichmann.
Murmelstein maldice el perfil que Arendt traza del jefe nazi en su célebre crónica del juicio, Eichmann en Jerusalén, es decir, aquel funcionario banal que cumplía órdenes sin pensar. El Eichmann de Murmelstein es, por el contrario, un nazi avezado, que participó en La Noche de los Cristales Rotos. Y un corrupto y un asesino, ambas cosas, como ahora se dice, perfectamente proactivas: si cumplía órdenes eran, sobre todo, las que él mismo se dictaba. Murmelstein insiste más de una vez en el argumento de autoridad que fundamenta su punto de vista. Él conoció al diablo; lo trató y negoció con él. Y fue, entre otras cosas, el que hizo de Eichmann un conocedor de la cuestión migratoria, preparándole la documentación que el nazi le requería con una urgencia, a veces, amenazante.
El otro asunto clave afecta a la propia función de Murmelstein como dirigente de Consejo Judío. Las acusaciones de Arendt contra esos consejos que negociaban con los nazis la vida y la hacienda de los miembros de la comunidad supusieron una novedad sobre un asunto hasta aquel momento tabú y levantaron una enorme polémica en su tiempo. Murmelstein (injusto por oposición a esos justos, tipo Schindler, que salvaron vidas) encara las acusaciones desde el principio por el camino recto, refiriendo la conversación que tuvo con un policía checo, poco después de ser detenido cuando ya las tropas aliadas controlaban Praga.
«Soy el último», dice Murmelstein. «Es extraño ser el último. Cuando me interrogaron por primera vez, en la prisión de Pankratz de Praga en 1945, la pregunta que me hicieron fue: ‘¿Por qué está vivo?’ Pero yo soy de los que no se asustan fácilmente. ‘¿Y por qué está vivo usted?’», le repliqué. «Entonces vio que no me podía intimidar».
Pero lo más impresionante respecto a las acusaciones de que fue objeto Murmelstein sucede al final mismo de la película. Elegantemente, en tercera persona, pero sin vacilar y mientras pasean por lo que parecen ser las inmediaciones del foro romano, Lanzmann le pone la luz sobre los ojos:
–Gershom Scholem pensó y escribió que Murmelstein merecía ser colgado por el pueblo judío…
La respuesta de Murmelstein, fría, precisa, generosa, es la propia de un hombre que dice la verdad.
– Scholem fue un gran erudito. Hace 40 años, publiqué la Geschichte der Juden. Entonces aún se llamaba Gerhard Scholem. Y escribí en la introducción que la obra de Gerhard Scholem ofrecía una nueva visión de determinados aspectos de la historia judía. Y no he cambiado de opinión. Es un gran erudito (…) Gerhard Scholem, que sabe tanto sobre la cábala y sobre mística, tiene que escribir sobre historias modernas y decir tonterías sobre Murmelstein… También podría decirle eso, pero no lo voy a hacer. Lo que sí le digo es que un gran erudito como él dispone del sistema científico y debe investigar. Debe investigar las fuentes. Y sobre Murmelstein hay fuentes. El archivo de la Cruz Roja. El juicio de [Karl: jefe del campo de Terezín] Rahm. El juicio de Murmelstein. Y, aún más evidente, el juicio de Eichmann. Y si se hubiera examinado la figura de Murmelstein en esas actas, digamos que Gerhard Scholem tendría que haberse replanteado su sentencia de la horca. Además de que no lo entiendo. A Eichmann lo condenaron a la horca, a muerte, y Scholem protestó en contra de su ejecución. Y a mí, que me absolvieron, me quería ejecutar. Es un poco caprichoso lo de este señor con la horca, ¿no cree?».
La película de Lanzmann, grande y libre, es otra de sus largas y profundas zancadas en busca de la verdad. Su conclusión es demoledora y tajante, impropia de estos tiempos entre chien et loup. O se es un asesino o no se es. O se es Eichmann o se es Murmelstein.
Sigue con salud,
A.