El Tribunal Supremo ha anunciado hoy jueves 20 de noviembre una sentencia sin precedentes en la democracia española.
Álvaro García Ortiz, nombrado por el Gobierno para velar por la legalidad en el cargo de fiscal general, ha sido condenado por un delito de revelación de secretos.
La mayoría clara en el Supremo (cinco votos frente a dos) refuerza la solidez del fallo. La condena impone dos años de inhabilitación para el cargo de fiscal, una multa de 7.200 euros e indemnización de 10.000 euros a González Amador por daños morales.
Aunque la sentencia no implique pena de cárcel, no se trata de un fallo menor.
Porque es un fallo contra el máximo responsable del Ministerio Público por vulnerar el secreto de las negociaciones entre la Fiscalía y un empresario, filtrando información que beneficiaba a Pedro Sánchez en su confrontación con Isabel Díaz Ayuso.
Cuatro razones evidentes
El fallo obliga a la dimisión del presidente del Gobierno por cuatro razones evidentes.
1. Porque fue Pedro Sánchez el que nombró personalmente a Álvaro García Ortiz para el cargo.
Y un mínimo sentido de la institucionalidad exige que quien nombra al máximo responsable de la persecución de delitos sea capaz de asumir las consecuencias políticas que se derivan de la condena de este.
Recordemos ahora aquel sintomático «¿de quién depende la Fiscalía?» que Sánchez pronunció durante una entrevista en Radio Nacional.
Pues bien, el máximo responsable de esa Fiscalía ha sido ahora condenado (no simplemente imputado) por el Tribunal Supremo.
2. Por la naturaleza política del delito cometido por el fiscal.
Porque Álvaro García Ortiz ha sido condenado como delincuente por un acto que forma parte de una operación de guerra sucia política.
Esto no es una opinión. Está en la raíz del delito por el que se ha condenado al fiscal general del Estado. Y ese delito resulta imposible de desligar de las operaciones de guerra sucia de las que también ha participado la fontanera Leire Díez.
En este sentido, las palabras de Emiliano García-Page sobre la obsesión del fiscal general («¿ha de estar un fiscal general pendiente del relato político?») han resultado premonitorias.
Porque el fiscal no se ha limitado a revelar un secreto intrascendente desde el punto de vista político, sino uno con el que se aspiraba, precisamente, a ganar esa «batalla del relato».
3. Por el atrincheramiento del Gobierno en torno al fiscal general.
Porque ha sido la insistencia del presidente y de su gobierno en mantener contra viento y marea a Álvaro García Ortiz en el cargo lo que ha generado una situación traumática desde el punto de vista político; un conflicto institucional evidente entre el Tribunal Supremo, la propia Fiscalía y el Ejecutivo; y el descrédito de dicha Fiscalía General del Estado.
Un descrédito espoleado por esa anomalía que supone un estatuto que obliga a la dimisión a cualquier fiscal imputado por los tribunales, pero no a la del máximo responsable de la institución.
Una situación que, como se ha hecho evidente ahora, los legisladores originales no pudieron ni siquiera imaginar. La de un fiscal que, alentado por el Gobierno que le ha nombrado, se niega a dimitir y comparece en su propio juicio envuelto en la toga de fiscal general.
4. Y en cuarto lugar, porque durante el juicio, el presidente compareció públicamente para defender la inocencia de García Ortiz.
Sánchez se permitió incluso presionar al Supremo diciendo «el fiscal general es inocente y tras lo escuchado esta semana, más aún; se impondrá la verdad».
No eran comentarios de un ciudadano cualquiera. Eran las palabras del presidente del Gobierno comprometiéndose personalmente, en la esfera pública, con alguien que ha sido finalmente condenado por revelación de secretos.
Ligar la suerte
Pero Sánchez no sólo ligó su suerte, como presidente del Gobierno, a la del fiscal general.
Sino que su Gobierno en pleno, así como varios de sus socios en el Congreso, se comprometieron también con esa presunta inocencia.
Como lo hicieron asimismo una asociación de fiscales progresistas y varios medios de comunicación. Medios que ahora propagan ya la idea de que la sentencia es el «triunfo» de un bulo. Una falacia que equivale a decir que la condena de Barrionuevo y Vera fue un «triunfo» de ETA.
Recordemos, además, que el presidente llegó a exigir de forma retórica, el 19 de diciembre de 2024, que se le pidiera perdón al fiscal general del Estado por las acusaciones que pesaban sobre él. «¿Quién va a pedir perdón al fiscal general del Estado, quién lo va a hacer?», dijo en aquella ocasión.
Reacciones inaceptables
La respuesta del Gobierno y sus socios a la sentencia ha confirmado la peor de las previsiones. Mientras el ministro Félix Bolaños repetía la fórmula vacía de «respetar pero no compartir», Óscar López admitía tener que «morderse la lengua», evidenciando un desprecio contenido hacia el fallo judicial.
Pero han sido los socios de Gobierno quienes han dinamitado toda contención democrática.
Ione Belarra ha acusado de «asesinato civil» y «puro golpismo judicial» a los magistrados del Supremo.
Irene Montero ha denunciado una «mafia golpista» que debe «desmantelarse».
Gabriel Rufián ha sentenciado que «Ayuso no se toca», insinuando que la sentencia protege la corrupción en lugar de aplicar la ley.
Estas declaraciones no son meras hipérboles políticas: son ataques frontales a la legitimidad del Poder Judicial.
La izquierda política ha cruzado una línea roja al convertir el lawfare en coartada permanente contra sentencias adversas. Cuando cinco magistrados del Supremo condenan con pruebas, acusarles de «golpismo» no es ejercer el derecho a discrepar: es socavar los cimientos del Estado de derecho.
Esta estrategia revela una concepción autoritaria del poder donde sólo son legítimas las decisiones judiciales que favorecen al Gobierno.
Que ministros, eurodiputados y portavoces parlamentarios cuestionen sistemáticamente la independencia judicial mientras ejercen el poder constituye una irresponsabilidad sin precedentes que compromete la salud democrática de España.
Daño institucional flagrante
Desde hace meses, EL ESPAÑOL ha sostenido que García Ortiz debería haber dimitido desde el momento de su imputación. El daño institucional resultaba inevitable.
¿Cómo puede una Fiscalía juzgar imparcialmente cuando su titular está siendo procesado por delitos que ponen en cuestión su integridad?
¿Y cómo puede permanecer en la Moncloa quien nombró a un hombre condenado por ejecutar una operación de guerra sucia?
¿Es tolerable que el presidente continúe su legislatura tras haber intervenido públicamente para defender a alguien que ha sido condenado por cometer uno de los delitos más graves que puede cometer un funcionario público?
La respuesta, desde un punto de vista institucional, es clara: no. La condena del fiscal general no sólo cierra un capítulo oscuro de la historia de la Fiscalía española, sino que abre una cuestión mucho más grave sobre la legitimidad política de quien lo nombró.